A medida que pasa el tiempo me parece más acertada la decisión que toman algunos de no tener ojos, oídos ni manos para lo que consume la mayoría. Huir de ello como de lo último que saca Rosalía al mercado, porque lo importante no es Rosalía, sino el mercado. Tal postura es la única forma de clavar al suelo como es debido la tienda de tu propia soledad, tu silencio, y la única posibilidad que tienes de seguir pensando con todas las neuronas en la cabeza. Me refiero a no ver siquiera los telediarios, a no ver ni oír publicidad, que es el único contenido que nunca explican y que, pese a ello, nos proporcionan como si realmente lo hubiéramos pedido. No hacer caso a los libros más vendidos, a la música que crea oleajes en el hormiguero en que vivimos, a aquello de lo que todo el mundo habla, como si tuviera importancia. Nada de eso, en realidad, nos pertenece, nada supone un camino con posibilidades o esperanzas. Sin embargo, cuánta gente se dedica -como si tuviera todo el tiempo del mundo- a sumarse a lo que los demás repiten. El mundo, incluso el mundo occidental, aquel en que vivieron Erasmo, Bruno y Montaigne, se va transformando poco a poco en el que retrató Lovecraft, con sus pueblos de batracios con forma de humanos contrahechos, y sus primordiales, que ahora viven en Silicon Valley y en los emporios corporativos que aparecen en Blade Runner.
Existe, en efecto, esa otra vida: la que nos aparta de la multitud, de lo domesticado, de la obediencia; aquella que niega la moda tal como la consideran las mayorías: un refugio, el único lugar en el que tenemos cabida, al que podemos pertenecer, y cuya ama de llaves es una de esas figuras femeninas, con voz dulce pero demoníaca, que ha inventado la inteligencia artificial. Lo que gusta a todo el mundo que se lo quede el mundo. Nuestra huida es propia, individual, y nos lleva a una trinchera. Me producen arcadas el último disco de Bad Bunny, el último premio literario y lo último que sacan los telediarios, que suele iniciar una tendencia. De hecho, es difícil ya soportar las noticias, esos discursos vacíos a los que caracteriza un solo rasgo: la pretensión de influir. Las multitudes que nos rodean, y que son como la sombra sobre Innsmouth, están compuestas de gente que piensa lo mismo, que come lo mismo y que lee y oye lo mismo. Descorazonador, y deprimente. La fabricación de esos ídolos que ahora arrasan es tan simple como tener fe sin tener ideas. El pensamiento se ha rebajado tanto de nivel que ya no es necesario comprender. Hemos llegado a la fe. No la cuestionamos, pero la mayoría la practica al comprar una entrada para ver un concierto de la tal Carol G y al quedarse guardando cola tres días seguidos. ¿Nos gusta Carol G? Es lo que nos dicen las masas, y lo suscribimos.
Por todo ello, comprar se ha convertido en la única forma de expresión, de libertad. En los 70 eran las parkas para los mods y las cazadoras de cuero para los rockers. Ahora es el ocio, un ocio que hay que adquirir para disfrutarlo. Ningún pasatiempo es gratis. Nada nos permite abrir una puerta entre la maleza para entrar en un jardín prohibido y encantado. Esos jardines, esos parques temáticos nos los proporcionan siempre otros. Nos los venden. Por eso, toda persona debería probar que puede ser autónoma, es decir, libre. Las modas, las tendencias, los gustos que compartamos con los que nos rodean constituyen los puntales de una cárcel en la que se come el mismo rancho y se distribuye el mismo caballo. Salgamos de ahí. Siempre hay una medida de lo posible. Ese grado de lo posible es lo que nos volverá mujeres y hombres no aprisionados por muros de seis metros. Es un privilegio no ir a las fiestas de todo el mundo. Volvamos a Kafka, a quien nadie leyó mientras vivía. ¿Y Shakespeare? Shakespeare tuvo la suerte de nacer en un tiempo equivocado. Ahora Shakespeare tendría el mismo éxito, pero sólo porque ha salido en la tele.
Pues lo has clavado con únicamente una palabra: hormiguero. Tan triste como cierto, cada vez más. Los factores ambientales asfixian a cualquier otro, cubriéndonos de una melaza pegajosa que nos hace marchar al unísono, cual tropas chinas desfilando por la Plaza Roja. El individualismo tiene sus días contados, a no ser que, como hace milenios, cuando éramos primates (si Darwin estaba en lo cierto), algunos eleven su cuerpo, irguiéndose sobre las altas hierbas de las praderas, para ver más que el resto y evolucionar al próximo «homo», posiblemente el «homo no rebañus». Leed, malditos, leed o estaremos condenados.
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