La distopía actual

Los tiempos que corren es lo que prometen: distopías. ¿Prometen? Parece evidente que ya han llegado, adelantándose a sus profetas. Las antiguas grandes potencias vuelven a descubrir la fuerza, cuyo único lenguaje es el de la opacidad y la violencia, o la amenaza. Los actuales autócratas, que no suelen leer a Platón, Tomás Moro o Campanella, prefieren los remanentes de la vieja Guerra Fría, el armamento que ha quedado en los silos y que empieza a constituir una promesa no cumplida. Cada día observamos cómo se construye un futuro -con el silencio de todos- que parece no tener vuelta atrás. Hace años -por poner un ejemplo demasiado cercano- la educación española abolió el principio de autoridad: es ilegal que un profesor eche de clase al mozalbete que le impide dedicarse a quienes quieren aprender. Ese chico, apoyado en su impunidad, formará parte del fanatismo que ya está definiendo al futuro, porque su nihilismo ha sido amparado, a lo largo de todo su periodo de estudios, por una ley que lo justifica. Por otra parte, las artes están siendo convertidas en mercancía, es decir, privadas de lo que eran: formas de ver el mundo y al hombre, formas de ponerlos en duda. Estamos diseñando una sociedad de enfermos mentales. Las artes no serán necesarias, ni la palabra, ni la propia identidad. Sólo la medicación. Más fentanilo y menos Montaigne.

            El cambio está siendo lento, pero irremediable. Pronto no habrá debates, sólo guerras de religión en todas sus formas. No me refiero a gente que se enfrente por motivos ultraterrenos, sino a gente que no sepa realmente por qué se enfrenta a los demás. La política está evolucionando guiada exclusivamente por el control, que impuso las nuevas tecnologías en la escuela, en la vida, como si necesitáramos una comunicación total, y vacía, para formar parte de la comunidad a que pertenecemos. Ya nadie piensa en ser feliz. Se trata de una noción inalcanzable, que tiene demasiado que ver con uno mismo, cuando en realidad uno mismo vive como un extranjero condenado a comunicarse a través de un teléfono móvil o un ordenador. Únicamente hay una certidumbre y un método con los que no cuentan quienes construyen la sociedad actual. La certidumbre es que vamos a acabar con el planeta. Y el método que emplearán después es el mismo que está experimentando el gobierno israelí en estos momentos: el hambre. El planeta va a obligarnos a abolir el sistema económico actual. En cuanto al hambre, se convertirá en el filtro que separe a los que tienen que vivir de los que no. En otra época han sido las pandemias, pero una pandemia a veces se equivoca. El hambre nunca.

            Nuestra llamada civilización está firmando su testamento. Ya nada se basa en la cultura, que fue durante dos milenios nuestra tabla de salvación. Ahora los que gobiernan son personas con poco conocimiento, entrenadas para no ver más que enemigos. Es decir, fanáticos. La educación, la televisión, la política sólo muestran fanáticos. El fanatismo tiene un comportamiento más variado y versátil que el raciocinio. El raciocinio es incómodo, porque es pausado, sintáctico, requiere un desarrollo, un espacio mental para ser expuesto. Ahora la hiperactividad nos impide detenernos para tomar una decisión que se base en lo que pensamos. Estamos acabando con el pensamiento, después de abolir las circunstancias en las que se producía.

Publicado en el diario HOY el 20 de septiembre de 2025

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