Libros

La relación con los libros es a menudo vital. Quien ha leído toda su vida, quien escribe -escribir para vender no es escribir, es imponerse la absurda necesidad de comer todos los días- sabe que los libros constituyen puntales que la vida necesita para ser plena, o aspirar a ello. Compro libros desde los seis años, cuando mi abuelo me daba un duro cada sábado y yo lo ahorraba para gastarlo en libros de veinticinco pesetas. Empecé por los tebeos del Capitán Trueno, después por la colección que editaba Bruguera: Joyas literarias juveniles, después los comics Vértice, hasta que a eso de los diez años empecé a alternarlos con libros para mayores: la Narración de Arthur Gordon Pym, El vagabundo de las estrellas, Verne, H.G. Wells, La isla de coral, Secuestrado, Kafka, Lovecraft y todos aquellos escritores que iban creando otras opciones frente al mundo que se mostraba ante mis ojos, normalmente opciones de mayor riqueza. Los libros conforman una gravitación distinta a la de la vida, un universo que se extiende más allá de lo que podemos ver, pero tan real que no daríamos un paso al levantarnos de la cama sin tenerlo en cuenta. Al menos yo. Esa lejanía nos dice que nada de lo que ocurre en el mundo es esencial porque, poco a poco, lo que ocurre se va alejando de lo humano. Hemos leído en los libros muchos argumentos bárbaros, pero comprensibles. La literatura siempre lo es. Lo que ocurre en este tiempo sin directrices no. Ahí radica el hecho de que cada vez se lea menos.

            No obstante, sigo comprando libros. Libros que quizá nunca lea, libros que solo quiero para tenerlos presentes cuando levanto la vista de otros libros, libros que sólo pretendo poseer, libros por títulos, por referencias, libros que recupero -en las mismas ediciones- porque los leí en el pasado y los he perdido. Todos forman parte del orden de la existencia que quiero. Ocurre igual con la música, con los propios recuerdos, pero sobre todo con los libros. Compro libros por la emoción que me produjeron cuando los leí en una biblioteca pública, recupero esas emociones a través de esos libros. Tengo en mi biblioteca libros absolutamente imprescindibles, significativos. No hay nada en mis estantes que no pueda ser el núcleo de todo un mundo. Un mundo que habitaría sin dudarlo. No tengo amigos que me regalen libros comerciales, pero si alguna vez alguno se ha despistado, o simplemente no ha encontrado otra cosa, los uso para encender la chimenea. Compro libros para llenar vacíos, para oír voces lejanas que quizá no comprenda. Sé que no voy a poder leer, en lo que me resta de vida, los libros que adquiero con la esperanza de que me lleven a lugares nunca vistos, o a los lugares a los que me gustaría ir. Son libros tan valiosos como los que leo. Forman un espacio sin el cual no podría vivir.

            Finalmente, compro libros que no llegaron a mí en su momento, compro las ediciones de libros en las que me hubiera gustado leerlos, pero leí en otras más menesterosas. Compro obras completas de autores de los que he leído un par de obras, pero necesito tener abiertas el resto de sus puertas. Compro libros perdidos, que recupero días o años después. Creo que soy una de las personas que más libros repetidos tiene. No importa. Existe algo en esa acumulación que está relacionado con la vida, con la forma en que lleno la vida, de modo que el día que compre el último libro que necesito será el último día de mi vida. Y lo dejaré sin leer sobre la mesa del despacho. Los libros ya no se legan, porque no hay herederos que los lean, así que lo mejor será enterrarse como los faraones, con todos esos objetos que tanto han significado en la vida. O quemarlos, como Hitler en la Plaza de la Ópera de Berlín, para llevar en el interior las emociones que nos han producido, como los hombres-libro de Fahrenheit 451.

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