Contenidos

Los que no tienen nada que decir se llaman ahora creadores de contenido. ¿De qué contenido se trata? Es una de esas preguntas retóricas que suelen rozar la incertidumbre, y se formulan, sin duda, porque nos llevan a temas que jamás interesarán a cualquiera que haya leído dos buenos libros a lo largo de su vida.  ¿Quién ha tachado de creadores de contenido a esa multitud de guapos y guapas que se exhiben? Quizá la gente que no tiene otra cosa que ver. ¿Pero por qué de contenido? Quizá porque contenido es ya cualquier cosa. Ahora el contenido, incluso el contenido intelectual, viene en enormes cargueros llenos de contenedores que nadie sabe qué contienen. El pensamiento, ante esta nueva clasificación, sólo puede tomar una de las dos vías siguientes: o cambia de propósito y se convierte en pensamiento único, o desaparece. La educación, ya en manos de profesores que han nacido con estos nuevos valores, está al borde del precipicio. Y la cultura, que antes era Shakespeare, Kafka o Ibsen, ahora es el último libro de una chica que publica porque todo el mundo la sigue, sin importar lo que diga. Les aseguro que no dice mucho, aunque ella esto lo ignore. Supongo que por eso crea contenido, de lo contrario sólo crearía infelicidad. Ahora Shakespeare se ha convertido en El rey león, y hay que verlo pagando, y sin saber que está basado en Hamlet (dicen). Kafka fue un tipo que mostraba verdades sobre gente con demasiada culpa, pero para ver la importancia que tiene hay que leerlo. Impensable. En cuanto a Ibsen, ponía en escena demasiados problemas. Es mejor Masterchef.

            Los creadores de contenido son, en realidad, destructores de contenido, aunque nadie lo sabe. Sin embargo, el problema no estriba en la palabra “contenido”, sino en “creadores”. Pronto todo eso lo hará la inteligencia artificial, que ni es inteligencia, ni es artificial, más bien artificiosa, es decir, algo falsificado y anónimo. Así no nos costará nada firmar lo que dice como si fuera nuestro. Seremos como esas influencers que enseñan sus casas en las que no hay libros, sólo cámaras y mucho maquillaje, porque ahora es el maquillaje el que aporta contenido, y la moda la que desarrolla algo filosófico. Asistimos, por tanto, a una nueva era de la publicidad. De eso se trataba. El problema, como siempre, no son los contenidos, sino los seguidores, el público, cuya vida necesita una farmacopea ininterrumpida de olvido e hiperactividad. En cualquier caso, qué podría hacerse si tuviéramos conciencia de algo. Quizá nada. Es más seguro adentrarnos en el vacío absoluto, refugiarnos cómodamente en su pago a plazos.

            El arte, por fin, es publicitario. ¿Algún problema? Ridley Scott lo consiguió. El arte sólo vende, igual que anteriormente mostraba el sentido. Sólo  Ridley Scott consigue ambas cosas, y constituye una excepción. La gente que lee libros, que va a los museos no con el objeto de hacer fotos, y al cine no con el objeto de ver versiones, tendrá que escaparse de estos tiempos flamantes por una gatera, por una puerta bien cerrada al final de un túnel, como decía Flaubert refiriéndose al futuro. El mundo de ayer morirá como murió para Stefan Zweig: deglutido por un nazismo de parque temático, por una estupidez totalitaria. Y los que lo vivieron morirán de aburrimiento o, más probablemente, a causa de un escandaloso e incruento silencio.

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