La política es ya, en todos los sentidos, una traición. Una de las tendencias que la izquierda de este país colocó en la realidad española, desde principios de los 90, fue la vacuidad. Vaciar hasta convertir la vida y el pensamiento en metas por las que no hay que luchar, ni esforzarse. Los medios públicos ahora sirven para eso. Como diría Baudrillard: para construir simulacros. Se empezó por destruir las grandes aspiraciones. El campo de batalla fue la educación. Tener cultura era algo incómodo, sobre todo porque creaba desigualdad: la que separa a los que tienen curiosidad de los que pueden vivir sin apartar sus ojos de la televisión o la litrona. La desintegración de la enseñanza fue algo que se hizo paulatinamente, desde Marchesi hasta la última reforma que introdujo las nuevas tecnologías en las aulas, para que nadie pudiese pensar con cierta complejidad o, al menos, para que los que lo hicieran pudieran ser sometidos a ostracismo. Hoy día, los que escapan al pensamiento único viven en una reserva de soledad y silencio, en una de esas esferas llenas de agua donde, si la agitas, cae la nievecita y todo parece ideal.
Tras la educación, el proceso ha evolucionado hacia un vaciamiento paulatino del universo que vivíamos cuando llegó la democracia. Los medios de comunicación parecen perros de Pavlov, sobre todo la televisión, que ha alcanzado cotas que rozan la estupidez absoluta. La universidad está muriendo por falta de medios y los foros de debate parecen partidas de póker. El problema radica en que nadie exige arte, ruptura, personalidad. Nos conformamos con los contenidos que nos dan. Nos hemos acostumbrado a escuchar música para sordos, a ver películas que se repiten igual que las rayas de una autopista, y a leer libros que han prescindido del autor y sólo contienen respuestas que pueden convertirse en la letra de un reggaeton. Todo tiende a la nulidad. La nada, como en aquella película de Michael Ende, hace tiempo que ha conquistado nuestro país y está conquistando nuestro mundo. Aquí existe una extraña complicidad entre la derecha y la izquierda: la derecha nunca reacciona, nunca reconstruye lo que la otra desintegra, y viceversa. Curioso. Quizá sea porque políticamente es lo más rentable, lo que se buscaba. La nada, políticamente, es una forma perfección.
En realidad, el llamado estado del bienestar era un lujo que no podíamos permitirnos. Hay muchas formas de venderlo por piezas, pero quizá la mejor sea la de volver tan indiferente al personal que no repare en que antes podía soñar con ser feliz. En realidad, el estado del bienestar no es sólo tener una buena sanidad y una buena educación, aunque ya hayamos perdido las dos. Es mantener una conciencia crítica en la que el ciudadano se dé cuenta de qué clase de estadistas tiene, de qué tipo de política están sacando del armario. El pensamiento está convirtiéndose en la línea de un simple encefalograma con cada vez menos oscilaciones. Sea tonto, vivirá mejor. Es lo que la política nos dice. Evite meterse en problemas: si lo hace, la víctima será usted. Gastará una fortuna en ansiolíticos no cubiertos por la sanidad, y de todas formas no podrá cambiar nada de lo que le ha tocado en suerte, porque la vida puede convertirse en una soledad muy cara. Politizar es el último paso de la simplificación. En esa simplicidad, todo es un coladero. No hay que hablar, ni someter a escrutinio lo que se piensa. Sólo hay que vestir de azul o rojo, o verde, o amarillo. Entramos en un tiempo en el que sólo te pagan por el trabajo que no realizas.
Es muy triste la verdad y no tiene remedio, como dice la canción.
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