Esperando al meteorito

La roca espacial que rozará nuestra atmósfera o impactará en la Tierra el próximo 2032 ha llenado de esperanza a mucha gente. Cierto que hay una diferencia entre rozar y colisionar, pero entre ambas posibilidades se ha abierto un margen de bienestar que quizá quede satisfecho, o quizá no. Roma estaba tan harta de su retórica imperial que en su última etapa muchos se sentaron a esperar a que los bárbaros la invadieran, como cuenta el poema de Kaváfis. Los bárbaros resultó que no existían, y Roma tuvo que morir lentamente, asistida con cuidados paliativos. Ese es el estado a que ha llegado nuestra civilización, si civilización puede llamársela. Los periódicos relegan lo importante, no se aprecia en la opinión pública ni el atisbo de una sola inquietud, las opiniones son como trajes, y todo el mundo tiene un buen fondo de armario; la política pisotea a las democracias; los tiranos campan por el mundo, no hay tiempo para ser nosotros mismos y Maestros de la costura es uno de los mecanismos que ponen a nuestra disposición para formular preguntas existenciales. Pese a ello, no sentimos angustia ni deseos que no se satisfagan con pan y circo. Esa es la razón por la que necesitamos el meteorito. No hará falta que caiga en Silicon Valley, sólo que nos inspire un poco de temor, que nos haga personas con deseos de sobreponernos al desastre para cambiar las cosas.

            Que lleguen los bárbaros, o el meteorito, daría igual. Quizá en esos momentos previos al evento de nuestra extinción dejaríamos de ver la tele y miraríamos directamente al cielo, a la naturaleza que estamos destruyendo, a la fatalidad. Nos olvidaríamos de la tarjeta de crédito. No necesitaríamos estar suscritos a catorce plataformas de cine, ni buscar desesperadamente una wifi, ni un ático bien situado en la Milla de Oro. Bastaría con tener miedo. Quizá el miedo nos devolviera la conciencia perdida de lo que éramos y lo que somos. Entonces podríamos librarnos del bipartidismo, de un código civil hecho con un cubilete y cinco dados, de unos libros que colocan en los escaparates de las librerías, bien visibles, porque nunca dejarán un rastro en la memoria, ni crearán historias que iluminen nuestras vidas. Podríamos librarnos de unas efemérides instituidas por los grandes almacenes y unas prioridades donde lo que nos importa está ausente. No tendríamos que vivir como acusados o demandantes, y podríamos dedicarnos a mirar al meteorito y tener la esperanza de que, si no impacta este, quizá vengan otros después.            

Sería, al menos, providencial que tuviéramos unos días para poner todo en el orden en que debería estar. Renunciar a esta política, a esta democracia para ricachones. Incluso podría celebrarse un carnaval donde el mundo se invirtiera, como antiguamente: los sin hogar ocuparían el palco VIP del Bernabéu, y los que nunca votan, por desesperación, podrían hacer graffitis en el interior del Congreso. Sería memorable ese extraño momento de justicia, antes de que el meteorito rozara la atmósfera, y los extraterrestres que van en él, todos en gallumbos, como en el día del orgullo gay, nos saludaran y nos tirasen paquetitos llenos de principios y propósitos para la vida. Durante esos días seríamos libres. Invadiríamos Rusia y le pondríamos a Trump la barba de Lincoln, para que aprendiese. Antes de volver a la normalidad, es decir, a la ridiculez, a la miseria de tener que tragar lo que nos dan, podríamos soñar, al ritmo de Raiders on the storm, que todo ha sido verdad. Que todo ha constituido una hermosa posibilidad, aunque terminemos enterándonos de que los influencers siguen existiendo, con sus millones de followers y haters, y sus millones de barritas de labios y de cositas que hay que comprar.

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