Casi nadie ve posible que haya una sola revolución en los países occidentales, pese a las enormes desigualdades creadas por el capitalismo, y menos una revolución social, que aspire al bien de la mayoría, que redistribuya la riqueza o que ahonde en el significado de la libertad. El mundo moderno, sobre todo después de la llegada de las nuevas tecnologías, se ha vuelto quietista y reaccionario. La única revolución ha sido la tecnológica, y todos sabemos que no habría que llamarla así. Una revolución implica siempre un cambio, o una ruptura con los valores vigentes, y la revolución tecnológica sólo ha servido para desposeernos de ellos.
Hace unos años se realizó un experimento en los Estados Unidos, temiéndose que el auge de los contenidos pornográficos en internet pudiera aumentar la delincuencia sexual en las calles. Si la pornografía estaba al alcance de cualquiera, sobre todo de los delincuentes sexuales violentos, podía ocurrir que estos salieran a la calle para satisfacer las pulsiones originadas por esa pornografía tan accesible. El experimento consistió en someter a una estrecha vigilancia a este tipo de delincuentes, desde que conseguían la libertad condicional, y se observó que, en efecto, consumían mucha pornografía en casa, pero ya no salían de ella para agredir a mujeres. En bastantes casos, los historiales de violaciones tocaron a su fin, lo cual nos da una idea de hasta qué punto las pantallas son sedantes, mantienen a la gente presa en un estrecho margen donde los deseos dejan de interferir. Y esto ocurre con todos los contenidos: el acceso a todo impide que nos pongamos en marcha hacia un objetivo concreto. Las pantallas frenan el inicio de conversaciones, el trato personal, y en general la forma habitual en que nos hemos relacionado hasta hace quince años: estar frente a frente. Las pantallas reprimen no sólo las pulsiones, sino cualquier tipo de iniciativa. Reprimen la ambición, el apetito, y sobre todo la necesidad de luchar por nuestros sueños, que hasta ahora todos habíamos pretendido que se cumplieran, en cualquier sociedad.
He visto a menudo a una docena de jóvenes de veintitantos años sentados en un bordillo, cada uno en silencio con su móvil en la mano. No tienen casa, ni pueden aspirar a ella, así que ni siquiera piensan en dejar de vivir en la de sus padres; no tienen trabajo, y forman parte de un país donde las posibilidades de tenerlo son bastante inciertas. No pueden aspirar a una vida propia, ni a una habitación propia. Sin embargo, se mueven con toda comodidad en redes sociales donde ninguno ha planteado jamás una revolución, una manifestación, una simple reunión. La sociedad paliativa en que vivimos -en palabras de Byung-Chul Han, el filósofo coreano- sólo nos ofrece una espera larga como la vida, vacía, pero sin sufrimiento. He ahí la clave de ese quietismo. ¿Revoluciones sin sufrimiento, sin riesgo? Nadie piensa en ellas, pese a que el mundo, ante nuestros ojos, se vuelve como el Nosotros de Zamiatin, un mundo en que el yo desparece, y se convierte en un nosotros sin personalidad, en el que sólo competimos. Volvemos al rebaño, al enjambre. Jamás hemos conquistado nada, ni tenemos necesidad de hacerlo. Entonces, ¿por qué arriesgar? ¿por qué llamar a las cosas por su nombre?
Muy buen análisis encarecidamente desalentador. Abrazo.
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