En estas fechas se publican las listas de libros más vendidos del año que termina, junto a las de novedades del año que entra, es decir, guías, letreros en los caminos que sólo llevan a lugares a los que no queremos ir, paralelismos a los que, si tuviéramos que buscarles un rasgo común, sería que se trata de libros que nada tienen que ver con la realidad que vivimos, compuesta de problemas, banalidades y decepciones, sino con los mundos a los que la gente se escapa buscando algo que pueda proporcionarle intensidad o misericordia. Sobre todo, lo segundo. Estoy de acuerdo en que los libros deben entretener, pero no hasta el punto de que la droga que proporcionan reste algo a lo que significan, si es que significan algo. Es curioso, demás, que los autores que interesan al público son siempre los mismos, año tras año. Gente que siempre escribe cosas interesantes, con un embrujo, marcado por cien metrónomos, que es imposible desatender. Casi parece que se trate de un público de escuela, fieles a los peores premios literarios y forjado por la propaganda que influye en casi todo el mundo. Nos hallamos ante un número finito de elegidos, y no me refiero a los autores, sino a los que compran libros, aunque no los lean, que son los que mantienen en las listas de libros más vendidos a los mismos virtuosos marcados por el éxito. Es como si le cayera el rayo al mismo tipo, año tras año, cada vez que cruza el campo. Tengo algo que oponer a eso: jamás he hablado de ese tipo de libros con nadie, quiero decir con ningún lector que yo conozca, y conozco a muchos. Lo que leen las multitudes debe de pertenecer a una corriente paralela a la que mi admiración aún no ha llegado, o quizá la haya sobrepasado sin prestarle mucha atención. Mea culpa.
Dicen que ahora las únicas que leen son las mujeres. Las que leen y las que escriben. Sin duda, era hora de que las mujeres tomaran el relevo. Durante siglos han sido silenciadas, así que es tiempo de que proyecten su película en la pantalla en blanco de nuestro cine de verano. Al fin y al cabo, las que compran la entrada para verla son ellas mismas. También yo, por eso tenía mucha esperanza en ellas, y sigo teniéndola, sincera esperanza, una esperanza en voces que he tenido siempre en cuenta, pero oídas como desde detrás de mantas bien espesas, que diría Dámaso. Sin embargo, estoy comprobando que cometen los mismos errores que los hombres, aunque eso no destruya mi esperanza. El error es un estado de aprendizaje. El hombre a menudo se aferra al argumento, la mujer, ahora, se aferra a la experiencia. La literatura es un cúmulo de experiencias. Siempre lo ha sido, pues es lo único que un autor tiene legitimidad para contar: lo que le pasa. ¿O no? Todo estaba ya en los libros antes de que llegara la experiencia. Sin embargo, muchas narradoras siguen añadiendo una memoria dickensiana, incluso proustiana, también simplemente porque parece que es lo más original que pueden compartir con sus destinatarias, las lectoras: una adolescencia, una traición, una amistad, un hombre al que odian o aman. En fin, lo de siempre. Hubo escritoras que no se limitaron a la experiencia, aun cuando fuera la femenina -Virginia Woolf, Unica Zürn-, o que, si se limitaron, lo hicieron dando un paso decisivo hacia situaciones límites que, dejando atrás lo que habían vivido, rozaban la literatura del conocimiento -Edith Warton-. Sin embargo, quizá las escritoras actuales tengan que tener cuidado en no confundir una renovación literaria con un simple cambio de sexo. Puede incluso que tengan que adoptar una nueva noveau roman, si es cierto que el público que se inicia en la lectura conserva la capacidad de ver, pero no la de comprender.
Así pues, los monstruos sagrados -hombres- se mantienen en las listas de actualidad, pero son las chicas, muy merecedoramente, las que se incorporan a ellas. Además, hay que tener en cuenta un elemento funcional que añade la industria cultural: no vamos a encontrar nada innovador en la literatura de grandes ventas, pese al mundo tremendamente nuevo -y perturbador- que hallamos cuando despertamos por las mañanas. No hay lectores para lo nuevo, así que es mejor cerrar las puertas a escritoras y escritores que planteen un incremento en la calidad de lo que se escribe, o al menos una forma de narrar que se adentre en lo desconocido, y con lo desconocido me refiero a la verdad. No sería extraño que tuviéramos que separar la calidad de la novedad, porque seguimos leyendo en los libros que se publican lo que le produjo a M*** ver cómo su amante se besaba con otra en la esquina de la estación de ferrocarril. Mi recomendación sigue siendo, por tanto, no hacer el más mínimo caso a las listas que elabora la industria cultural que es, ante todo, industria. Lo de cultural es un adjetivo que podría cambiarse por cualquier otro. El lector, la lectora tendrían que investigar, buscar lo que les muestre con más claridad el mundo que odian, porque seguramente el que aman constituirá en los libros una gran mentira o, como se dice ahora, será un libro que engancha. Por otra parte, ¿alguien ve a su alrededor un mundo que pueda amar?
Yo sí veo, a veces, un mundo al que podría amar: algunas veces, cuando miro a mis hijas; y luchar por algo también me hace amar al ser humano.
Gracias DJ LOWRY 🙏
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