El siglo de las luces

Ahora que el Ayuntamiento de Badajoz prueba el alumbrado navideño nos damos cuenta de la falta que nos hacía ver la realidad de otra manera. A estas alturas, cuando ya nuestros ojos se estaban acostumbrando a las tinieblas de la crisis -porque creo que no poder salir de la perplejidad supone, en efecto, una crisis-, se agradece un deslumbramiento, aunque sea de prueba, un fogonazo que nos distraiga de la profundidad del abismo. Luz, mucha luz, como en el teatro, para que no se vean los tramoyistas ni el apuntador, los que lo montan todo y los motivos por los que se monta: las mordidas, los sobres, la violencia que enarbola banderas, las pulseras que no funcionan, los cribados inexistentes, las muertes de mujeres, las obediencias, sobre todo ideológicas y, en fin, para que no se vea que cada vez vemos menos, hasta que no veamos nada.

            Este siglo necesita luces. Ha instaurado un nuevo despotismo, el democrático. No es ilustrado, como el del XVIII, sino iluminado, o mejor fulgurante, así que necesita millones de bombillas de bajo consumo para que parezca que todo se debe a una libertad sin límites. La que disfrutamos, o aquella de la que carecemos. Quién sabe. Hay que alumbrar nuestra ignorancia política, cultural e ideológica, nuestra permisividad y nuestra credulidad cuando nos dicen que la IA es la que mejor educará a nuestros hijos, o que tendrán una casa en la que vivir, o que el sistema sanitario curará sus dolencias sin que haya que volver a desembolsar los impuestos que llevamos desembolsando desde que vinimos al mundo. Hemos de alumbrar calles y plazas, iglesias y prostíbulos. Al fin y al cabo, todo se asemeja en este modelo estándar en el que ni siquiera las ideas, las que supuestamente profesamos, tienen una portezuela por la que podamos entrar en ellas. Alumbremos, aunque sea con luces, las grandes verdades y los grandes engaños. No hay que preocuparse: esas luces las paga la clase media, que es la que lo paga todo. Alumbremos lo que derrochan unos pocos, a costa de lo que le falta a la mayoría. Alumbremos el cartel de la calle en que vivimos, que se llama Wall Street desde que cambiaron el nombre al aplicar la ley de la memoria histórica. Iluminemos este tren que no conduce nadie, como decía Dámaso Alonso: el de la vida.

            Luz sobre los tribunales que imparten justicia, sobre las cabezas parlantes del Congreso y el Senado, sobre la información privilegiada y sobre la política de cosacos que llevan al BOE los partidos políticos, reunidos en saunas donde cada día aparece un cadáver entre el humo. Luces sobre las figuras intercambiables de los que gobiernan y de los que, supuestamente, deberían gobernar. Luces sobre la incompetencia de óscar y alfombra roja de los que levantan en las plazas gigantescos árboles de navidad, y los llenan de adornos y figuras colgados, pero por el cuello. Luces para que las ciudades parezcan yates de millonarios, o salones de billares, o inmensos fotomatones donde nos hacemos retratos para subir a las redes, que es la muralla desde la que la democracia actual -llamémosle Macbeth- ve acercarse el bosque de Birnam. Luces sobre el optimismo que nos queda, sobre la esperanza, que hemos perdido jugando al trile con las energéticas del Ibex35. Luces, pero no taquígrafos.

Publicado en el diario HOY el 29 de noviembre de 2025

2 comentarios sobre “El siglo de las luces

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  1. Sin lugar a dudas, esa luz que en el Génesis 1:3 nos daba a entender que, a partir de ese «instante» bíblico, la oscuridad desaparecería indicando el inicio de algo nuevo, antes inapreciable, ahora, tal y como señalas, la luz nos ciega como a luciérnagas que terminarán abrasadas en ella. Es el «panem et circenses» que nos hace olvidar el orden de las prioridades, el brillo que nos atrae cual señuelo, la música adictiva de las tragaperras, el olor misterioso que emana en tiendas para incitarnos a comprar, las palabras encantadoras de populistas (incluidos los etiquetados y los que no están) que desean solucionar económicamente su futuro con nuestros votos… La luz, ésa que tan bien describes, es ahora el árbol que no nos deja ver el bosque. Gracias por tu reflexión.

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