La crisis actual de la política -sin considerar que, por regla general, la política es una crisis- consiste en que carece de voluntad. Sufrimos una política sin propósitos, por eso son otros (las corporaciones, los grupos de presión, los poderes fácticos) los que la utilizan para imponer en la sociedad, una sociedad siempre de consumidores, aquello que quieren vender. Se vende a través de la política, se invierte en ella porque es la única forma de jugar con ventaja. La distinción entre izquierda y derecha es ya insostenible, y sólo se mantiene en la mente de quienes votan de uniforme. Estos modos de ocultación han llegado a ser tan evidentes que la propia lucha por el poder ha degradado, o borrado, el hecho de que la ideología sea una forma determinada de hacer las cosas. Ya no lo es. Existe una voluntad de conseguir el poder, no de poner sobre la mesa lo necesario para construir aquello para lo que la política fue creada: para hacer que la gente sólo tenga sus propias preocupaciones. La democracia, en España, ha sido desposeída de los dogmas que la constituyen, porque la democracia en España ha estado siempre ligada al conflicto, a la sangre. La gente ya no manda, ni es el objeto al que van dirigidas las decisiones que se toman en el Congreso. Se instaura un neodespotismo ilustrado: vuelve el “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Al pueblo se lo utiliza, sin duda, pero sólo para desequilibrar las balanzas de poder. Actualmente el pueblo no tiene derechos reales, aunque sí muchos formales, supuestos, por los que se lucha para que parezca que la política lo tiene en cuenta. Nuestras dos grandes conquistas democráticas -la educación y la sanidad- han sido vaciadas hasta que no ha quedado nada de ellas. La izquierda, desde 1992, ha venido desportillando la educación, la derecha empieza a deslegitimar la sanidad pública. Ahora la juventud ni tiene ni un lugar donde vivir, porque no puede adquirir casas. En educación, la abundancia de derechos vacíos ha dado lugar a fenómenos como el acoso y la muerte de muchos adolescentes. No es un problema de la adolescencia, sino de la política. En sanidad, la renuncia a la gestión -esta vez por parte de la derecha- ha convertido la privatización en una forma de que los que no tienen posibilidades económicas no tengan tampoco la oportunidad de curarse, o de seguir viviendo. La política no es más que eso. No existe en España un solo partido que pretenda ocuparse de los grandes problemas que azotan a los que carecen de posibles. Sin embargo, es de los votos de ese número creciente de indigentes de los que más dependen las tendencias políticas, porque son los mayoritarios. También la justicia se ha degradado tanto que el garantismo que salva a los culpables hace que a las víctimas no se las tenga en cuenta.
En las campañas electorales los políticos ya no prometen nada. Saben que no van a poder cumplir lo prometido, así que ni siquiera se recurre a la mentira. El votante ya no es un hombre convencido. Es más receptivo a las consignas, aunque estén vacías, a la actitud del líder, esculpida como si fuera algo fiable, que a las ideas. Vivimos una época de formalismos y, de hecho, la impronta que nos lleva a votar vuelve a ser la fe. La relación con los líderes, con los partidos y con la propia política es una relación no de seguidores, sino de creyentes, de bienaventurados. Ya no hay mítines, sino homilías. Igual que cuando Dios nos manda desgracias, el fracaso de las políticas no nos permite cambiar de bando, y hemos de refugiarnos en el sufrimiento.
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