Si en España se celebrasen mañana elecciones generales, el votante con algo de juicio, viendo en qué se ha convertido la política, tendría un problema casi insoluble: ¿qué votar? No a quién, porque la política española no tiene hombres y mujeres que sirvan de referencia, que sean ejemplos de nada, ni de formas de ver el país, ni de proyectos en favor de un país distinto y, por supuesto, mejor. No, habría que votar al qué, no al quién. Habría que optar, cuando se emite el voto, por cosas que no se diferencian unas de otras, parecidas a rocas, porque la política española es mineral: no puede ablandarse, hacerse dúctil, sólo puede machacarse con un martillo pilón, para ver qué hay dentro. No sirve como herramienta, porque ninguno de los partidos que tenemos sabe gestionar. No están preparados para dirigir la sanidad, ni la educación, ni solucionar el problema de la vivienda. No hay soluciones, sólo una pugna política que concluye cuando se ganan unas elecciones, y comienza cuando se ganan esas mismas elecciones. Hay un partido socialista que no es socialista. Hay un partido de derechas, supuestamente moderado, que no es moderado, y hay varios partidos radicales que se convierten en aliados ideológicos de los anteriores para sacar rédito cuando llegan al poder: Vox y el PP, Junts y el PSOE.
De modo que el votante con una idea de España, que busca un lugar al que pertenecer, descubre que ningún partido se lo da, ni siquiera se lo ofrece. Existe la duda de si los que votan convencidos lo hacen por obligación o porque creen que los problemas que arrastramos no pueden remediarse. Cuando los políticos mueven sus fichas es casi siempre en nombre de otros. Se privatiza para no gestionar. No se construyen casas porque es sabido que si la ciudadanía tiene problemas no protesta. La obsesiva digitalización nos ha puesto no en un tobogán de conocimiento, sino de desatención a lo que debería cambiarse. La indiferencia del Congreso ante el país que representa debería castigarse de alguna forma, pero el votante no sabe cómo. No basta votar a otra facción. Eso ya no sirve. Votar a otro partido reproduce, y eterniza, los mismos escenarios. La única diferencia con el cambio de voto es que unos cesantes sustituyen a otros, como en la España de Galdós. Los escándalos que han saltado a la actualidad -cribados en la sanidad andaluza, la corrupción que siempre anida en la política española- no son más que situaciones que ya se daban antes de que votáramos la última vez.
De modo que el único camino que nos queda es el más impracticable: cambiar esta democracia, convertirla en una democracia de hombres honestos. ¿Lo ven ustedes posible? Se trata de una hermosa utopía. Inalcanzable, pero al menos prometedora, como el fentanilo. Hay otro rasgo que va quitando al votante sensato sus últimas esperanzas: el modo en que se han infantilizado los enfrentamientos políticos. Ahora parecen peleas de gallos. No se pueden cruzar opiniones, sólo cruzar apuestas. ¿Qué hacemos entonces? ¿No votar? ¿Votar en blanco? El hombre que piensa está muy por encima de quienes lo gobiernan. Volvemos al esperpento. Es la maldición española: ver cómo la ascensión política y social es directamente proporcional a la cantidad de serrín que se tenga en la cabeza. Habrá que irse a Yemen para ser feliz. Al menos allí no hay que soñar con demasiadas cosas, y el voto tampoco sirve de nada.
Publicado en el diario HOY el 25 de octubre de 2025
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