Acaba de morir, a los 81 años, Rick Davies, el fundador y músico de Supertramp que más pudo parecerse a Roger Hodgson, y que a veces lo superó. Quienes vivimos el ascenso y la caída de Supertramp sabemos que supusieron una forma de cultura tan importante como Cioran, Beckett, Fitzgerald o Camus. Hicieron una música que colmaba la esperanza de lo que la vida tiene reservado a cualquier adolescente que quiera llegar a ser él mismo. Yo diría de ellos lo que dijo Harold Bloom de Shakespeare: no ha nacido ningún otro autor como él, ni nacerá. Es decir, el futuro no llegará a darnos un conjunto de músicos que interprete al hombre y a la época que le haya tocado vivir como ellos. De todas las reacciones que me produce la música actual, la más representativa es, sin duda, la de la nostalgia. Cuando escucho a los actuales premios Grammy echo de menos la música que conformó mi crecimiento cultural, y que tanto tenía que ver con la fiebre del conocimiento, en lugar de suponer nada contra él, como ocurre ahora. Supertramp puso mensajes no a lo que sentíamos, sino a lo que pensábamos, y alguna de sus actuaciones constituyen hitos inolvidables, como la que se grabó en directo en el Pavillion de París en 1979. Los niños de entonces, que éramos adictos a Even in the quietest moments, a Downstream, que pensábamos siguiendo los acordes de Fool´s overture y mantuvimos nuestros momentos de soledad, nuestra habitación propia escuchando durante horas Goodbye stranger y Take the long way home, hace años que nos hallamos, casi hacia la mitad del camino de nuestra vida, perdidos en una selva oscura.
La muerte de Davies no es más que el adiós a un mundo. Un adiós simbólico, pero real. Cuando Hodgson se separó del grupo, en 1983, me pasé años escuchando la última canción grande que acababan de componer: Cannonball. Y digo grande porque eran acordes que acompañaban las conversaciones, el amor y los libros que leíamos. Un mundo, en efecto, se va. Podremos seguir escuchando esas canciones, pero son canciones que removerán lo que siempre hemos llevado dentro. Ya no puedo escucharlas por hábito, sin sentir nada. Yo era demasiado chico para haber podido asistir a alguno de sus conciertos, pero aquella música me sirvió para imaginar grandes historias, o para tratar de imaginarlas. Ahora la música no deja huella, no marca el momento en que la escuchamos, o la escuchan. Sólo sirve para convertir en parpadeo algo que no ha nacido para ser eterno. Sin embargo, poco importa que Rick Davies haya muerto. Queda su generación, y las dos generaciones posteriores, para construir una inmortalidad que no podrá repetirse en el futuro. El futuro se lo pierde.
Fue uno de esos hombres que tenían mensajes que transmitir, en una época hecha para oír mensajes. Una música compuesta con la inspiración, o la conciencia de que ser original era también algo profundo. Hubo una generación de niños, la mía, que se quedaba extasiada en los escaparates de las tiendas de discos contemplando aquel piano nevado, con la partitura y las teclas sumergidas en polvo blanco, y recordando a un loco cantando un mensaje que no comprendíamos, porque recitaba en inglés, pero era nuestro. Ahora los niños bilingües saben inglés. No lo entienden, pero es porque tampoco entienden el castellano. Ha muerto un hombre a la altura de Dylan, de Chaplin o de Tchaikovski, un hombre capaz de llevar a la cultura popular lo que pensaban Mishima o Foucault. En eso debería de consistir la educación, en divulgar lo que piensan los mejores, no los mediocres. Hodgson, tras dejar Supertramp, tampoco ha realizado grandes logros. A veces los egoísmos se necesitan unos a otros.
Publicado en el diario HOY el 10 de septiembre de 2025
Gracias por el artículo DJ LOWRY 🙏👌
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