Coladeros

Cuando, hace tres siglos, Rousseau propugnó la necesidad de un contrato social, es decir, de que todos los que vivimos en sociedades avanzadas aceptáramos que hay unas normas que tienen que cumplirse si queremos crear una convivencia, se hizo imprescindible el desarrollo un estado de derecho. Quizá fue aquello lo que llevó a Kant a asegurar que la razón garantizaba que el hombre, por fin, había llegado a su mayoría de edad. Sin embargo, la posmodernidad líquida que nace en el siglo XXI ha sido incapaz de mantener firmes esos pilares. La Revolución Francesa fue el resultado de que las clases altas se desentendieran de ese contrato, igual que ahora. El actual fenómeno de osteoporosis democrática y social ha ido eliminando las normas y convenciones sobre las que se asienta todo, y existe la percepción generalizada de que hemos el estado de derecho sólo sirve para abolir el derecho. El problema radica en que la justicia, en la práctica, es decir, en la forma en que se aplica, supone un problema antes que una solución. Eso lo saben muy bien quienes ocupan los lugares de preponderancia y responsabilidad. El menor de 18 años, cometa los crímenes que cometa, es impune. El político, al parecer, también es impune. Qué pocos han pagado por sus culpas. Ni Griñán, ni Chaves. Montoro quizá no llegue a sentarse en el banquillo. Los del caso Gurtel fueron condenados porque eran segundones, gente de poca monta. Se les metió en la cárcel para crear una pantalla que impidiera que la justicia llegara a la política. Montoro luce todavía en el pecho las Grandes Cruces que se le concedieron.

            Esta clara desaparición del contrato social nos ha traído aquí, y quizá el mayor síntoma de esa desaparición sean los coladeros que vemos en todos los planos laborales y sociales. Se pretende ya que las oposiciones no sirvan para separar a los capaces de desempeñar una función de los que no lo son. El último intento de reforma judicial, que ha tratado de meter en la administración de justicia, con criterios puramente políticos, a 1004 jueces y fiscales, y por lo cual se han puesto en huelga varias asociaciones de jueces y fiscales -curiosamente, y esto es lo grave, no las más cercanas al gobierno-, parece que socaba la independencia judicial. El propio sistema educativo ya no valora lo que el alumno sabe, sino lo feliz que es o debería ser. Todos son coladeros. Nadie tiene que demostrar que sirve para algo. El propio garantismo de la ley propicia que la víctima no pueda defenderse. Un okupa, un ladrón, un violador o un asesino parecen, ante la ciudadanía, más protegidos que sus víctimas y, de hecho, la defensa propia a menudo se vuelve una agravante a la hora de repeler cualquier ataque que sobrevenga sobre cualquiera. Vivimos en un país que definieron muy bien aquellos versos de la canción de Radio Futura: Vas por ahí sin prestar atención/ y cae sobre ti una maldición.

            La separación de poderes es sólo aparente. Todo tiene un origen y un fin político. Es a la política a la que menos le interesa esa separación sagrada. Se transmite a la población la creencia de que también es impune, igual que los políticos. A todos nos protege una especie de aforamiento: a los poderosos, a los evasores de impuestos, pero también al alumno que no quiere estudiar, al niño que mata a su progenitor porque no le compra un teléfono móvil. Miramos al Parlamento, pero no comprendemos las leyes que aprueba, ni estamos de acuerdo con ellas. Todos los partidos fracasan, porque sólo hacen política.

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