Los contemporáneos

Ignoro si sólo me ocurrirá a mí, pero hacerse viejo tiene sus puntos negativos: se van acumulando detrás de ti generaciones con las que poco a poco vas teniendo más diferencias que similitudes. A medida que pasa el tiempo, se aprecia más el vacío, la estupidez, la debilidad y la crueldad de los que te siguen. Claro que esto puede parecer un ditirambo. También de los que nacieron en tu época, pero las diferencias con esos son personales. Los que te anteceden son personas que empiezan a cambiar su visión del mundo por una buena partida de dominó. Es gente que jamás ha entrado en internet, así que no necesita una wifi para ser ella misma. Por suerte, le queda ya poco a lo que agarrarse: ninguno recuerda ya los refranes de antaño, y los tópicos que solían utilizar tampoco encuentran casos en los que aplicarse. Es gente inmóvil en un mundo caótico. Apenas leen las noticias de los periódicos. No creen en las noticias, en ninguna noticia. Ni siquiera consideran a Trump un acontecimiento, sólo una de aquellas fotografías movidas -por hiperactividad- que se hacían en las escuelas de cagones. Siempre he admirado a esa gente, la que me antecede. Sigue comportándose como si hubiese puesto piedras en las catedrales góticas, por eso cuando hablan y mueven las manos -como decía Lorca- parece que las tienen manchadas de mortero.

            No obstante, casi he roto la comunicación con los que vienen detrás. A muchos los he tenido en clase, en aulas en las que les repetí las palabras de los hombres que admiro. Muchos han estado atentos a ellas. En eso he tenido suerte, aunque la política y las redes sociales hayan ido extirpando en ellos la capacidad de comprender durante los últimos veinte años. Por eso tengo la impresión de haber realizado, desde que empecé a escribir y a dar clases de lengua y literatura, el viaje que hizo el viajero del tiempo de Wells. Al futuro, no al pasado. He llegado a un mundo, el actual, en el que ya no sirven los libros, ni se reacciona ante las grandes injusticias, ni las grandes narraciones sirven para soñar o ponerse en lugar de otros. La admiración ha desaparecido, quiero decir la verdadera admiración: aquella que se siente por alguien que es capaz de realizar algo muy superior a lo que uno es capaz de realizar. La que se siente por alguien que cuenta la vida de manera distinta. Quizá sea el único reproche que podría hacer a la juventud actual, aunque sé que no es la culpable. Los culpables están en el poder, son los que han creado las tarjetas de crédito y la televisión para imbéciles. Son los que utilizan la imprenta de Gutenberg para seguir vendiendo tendencias. Y se trataría de un reproche a la obediencia, no a la inteligencia.

            Es difícil conocer a los contemporáneos. Te salvan o te matan, o viven en un margen inabarcable de indiferencia. Comunicarse con la mayoría de ellos es como jugar a la ouija. Se comparten canciones, libros, crímenes, catástrofes y noticias que parecen increíbles, pero forman parte de la excepción que somos. Ni siquiera el arte nos llega a todos por igual, ni siquiera lo fabuloso, que es lo único que podría colocarnos a todos en el mismo banco del concierto, o del museo. Aunque miremos a los mismos maestros antiguos, las diferentes generaciones verán siempre algo diferente, e incluso esas visiones serán incomparables. Vivimos la misma época con gente demasiado desconocida. Hablamos con ellos y parece que nos comunicamos, pero a menudo es sólo una apariencia. Si llegara el apocalipsis, muchos lo confundirían con efectos especiales de una película, y a San Juan con Batman. El signo de los tiempos.

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