Vidas paralelas

Parece ser que Marx -Groucho, no Karl- fue el autor de aquella sentencia que definió para siempre el papel de la televisión: “La televisión es una gran transmisora de cultura: cuando la encienden yo me voy a leer un buen libro”. La civilización en que vivimos debe de estar sumida en una guerra permanente por hallar su propio sentido, porque necesita cantidades ingentes de entretenimiento, y la televisión es la que se lo proporciona. Antes era el pan y el circo, después fueron las prostitutas y Jack El destripador, y ahora el olvido nos lo trae hasta el salón de nuestras casas la televisión. La tenemos instalada, como el carillón del teatro burgués de Benavente, en mitad del lugar donde hacemos la vida, porque ahora hacer la vida es presenciar el epitafio interminable que sale en la pantalla. Estoy de acuerdo con Feijoo -suelo estarlo sólo en aquello por lo que se disculpa- en que las vacaciones están sobrevaloradas, incluso para la gente que puede permitírselas. En vacaciones ni conseguimos desconectar, ni tener el tiempo libre que forzosamente se necesita para pensar. Ni siquiera podemos acceder a esos pequeños placeres con los que soñábamos cuando estábamos trabajando: un buen libro, una cerveza tomada en silencio, o una tarde que podríamos dedicar a la familia si la familia no tuviera siempre la tele puesta.

            La programación televisiva, durante el verano, en nada se diferencia de la estupidez a que nos tiene acostumbrados el resto del año: concursos en los que todos los participantes se caen de troncos giratorios y certámenes de cante en los que nada de lo que se canta tiene un mensaje. Sólo se aprecia el trasero de la que canta, o la voz de somormujo de quien pretende conseguir una gloria marmórea con lo que hace. Uno echa de menos aquellos carteles que se ponían en las tascas andaluzas antiguamente: “Prohibido cantar, aunque se sepa”. La programación no va mucho más allá, si exceptuamos los telediarios tendenciosos y las películas americanas que se repiten una y otra vez, en versiones y refundiciones, como la literatura medieval, sin que por ello las compañías cinematográficas, ni los directores aprendan a hacerlas mejor. Al parecer, es lo que el público quiere, un público al que se ha ido vaciando desde hace décadas para convencerlo de que Jurasic World o Megalodón es lo mejor que puede ofrecer la misma industria que antes hizo Ciudadano Kane o Cautivos del mal, o El planeta de los simios.

            Empiezo a echar de menos aquel día paradisíaco que nos trajo el apagón, y que mostró que ni la comunicación desaforada es imprescindible, ni el silencio nos hará ningún daño. De cualquier forma, la televisión nunca recuperará el tono que una vez tuvo, hace cincuenta años. Entonces también había programas de entretenimiento, pero tanto los concursos como las películas suponían descubrimientos, porque había realizadores, o programadores, que antes de dormir nos ponían aquellas películas de la Hammer: El perro de los Barkervilles, de Peter Cushing, para que sintiéramos verdadero terror. Ahora el terror está en los programas de variedades en los que cualquiera puede aparecer y mostrarnos su vida cotidiana. Es ahí donde descubrimos lo vacía que puede estar la vida de cualquiera de nosotros, incluido el que se dispone a iniciar unas vacaciones soñando con que serán un largo apagón que durará un mes.

Publicado en el diario HOY el 9 de agosto de 2025

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