La nueva igualdad

Esta extraña modorra en que vivimos ofrece, sin duda, un punto de observación incomparable. Es ahora, durante el mes de vacaciones, mes en que la gente no está obligada a hacer aquello que no puede eludir el resto del tiempo, cuando salen a la luz sus verdaderas preferencias. El tiempo libre es lo que más se parece a los sueños que nos gustaría que se realizasen. Salgo a pasear por las mañanas y veo, siempre en el mismo sitio del parque, a dos chicas con el teléfono móvil colocado en un trípode para grabar las coreografías que realizan, sin duda para TikTok. La música suena, muy semejante al ruido de un tren de mercancías, y ellas bailan. No intentan traducir la música a movimiento, sino conseguir que esos movimientos sean exactamente iguales. Lo he dicho alguna vez: en esta cultura de walking dead que vivimos lo importante no es la diferencia, sino la igualdad. Volvemos, poco a poco, a una sociedad de hormiguero, donde cada individuo o, mejor, cada átomo, acepta su lugar en la totalidad. No lo aporta, lo acepta. Nada de hermenéutica, ninguna dimensión entre las apariencias y las realidades, nada de diálogo que establezca las diferencias entre modos de pensar. Y sospecho que nada de sueños, porque cualquier sueño te saca del presente, y el presente es lo único que existe.

            Todo esto, en realidad, da miedo. Es como los síntomas que presagiaban el nazismo, que Haneke sacó en La cinta blanca. Lo que realmente atemoriza es la falta de respuesta ante cualquier hecho. Nadie responde, y menos la juventud, conducida hacia una especie de Matadero 5 por los caminos cómodos que Temple Grandin construyó para los animales, y que ahora están versionando la inteligencia artificial y las redes sociales. Han quitado a los jóvenes el poder de sobreponerse, el de ser autónomos y, por tanto, el de ser ellos mismos. Ya no podrán refutar cualquier cosa que quieran hacer con su futuro. La juventud parece un victimario, pero no hace nada. Sufre el problema de la vivienda, el político, la falta de caminos hacia la felicidad, la ausencia de un mundo libre donde pueda ponerse en pie lo que piensa. Cuando acabé los estudios universitarios, e inicié una nueva forma de vida, tenía fe en que la gente que vendría detrás de mí seguiría representando los grandes óbices que siempre se tienen contra el mundo. Veo que no. El mundo no concede ya autorizaciones para expresarse.

            Concede, al contrario, aquella mirada de Robert de Niro, en la última escena de Érase una vez en América, cuando entra en el fumadero de opio y se queda mirando al techo. Tenemos a una juventud entera mirando al techo, lo cual es preocupante. A veces echo de menos al Cojo Manteca, incluso echo en falta las razones por las que rompía cabinas telefónicas. Al menos, fueron una actitud de protesta. Ahora todos estamos en un teatro romano en el que nadie aplaude al final de la tragedia. La juventud sin duda existe, y podríamos inferir incluso que tiene sueños. No el sueño de tener un piso y dinero para viajar: eso debería partir como presupuesto, aunque no lo es. No, sueños para construir un mundo más justo, en que los que tengan el poder no lo traigan en la partida de nacimiento, en que no haya que pertenecer a un hormiguero para ser alguien. Quizá no sea que planteárselo, quizá todo eso nos toque en la primitiva. Si no, siempre nos quedará TikTok.

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