El verano de los ricos

Hace pocos días oí a una cajera de supermercado decirle a un cliente: “El verano es para los ricos”. Tenía razón, sin duda. El verano es uno de los rangos que definen la clase social, igual que el aceite que se tiene en casa, o la marca de teléfono móvil. La sociedad ha tirado los valores por la borda, quiero decir los grandes valores, lo importante, y los ha reemplazado por una escalera de Jacob que sube hacia lo facilón, hacia algo parecido al pensamiento único. Recuerdo que cuando era joven, cuando estudiaba, daba igual lo que llevaras puesto, los lugares a los que fueras a comer, si comías. Al no existir el teléfono móvil, nada ni nadie te convocaba a multitudinarias estupideces, como ahora. No existía el vacío. La vida se amasaba a base de encuentros fortuitos. Era lo que llamábamos nuestro destino. Y cuando te sentabas a tomar café, el café no importaba. Importaba la conversación. Para conocer a un desconocido había que hablar con él de libros, de dioses, de mujeres, del imperativo categórico y de Sánchez Ferlosio. Ahora todo lo dice el peinado, la chupa, los piercings y tatuajes, las aficiones que no son aficiones, porque uno las usa como símbolos de estatus. Igual que el verano. Se sueña con él, sabiendo que el Euribor, la Tasa Anual Equivalente y las tarjetas revolving no van dejar que lo disfrutes.

            En efecto, el verano es para los ricos. Lo ideal sería que pudiéramos pasárnoslo leyendo a Verne: “Una invernada entre los hielos”, por ejemplo. O ese maravilloso libro de Caroline Alexander sobre la legendaria expedición a La Antártida de Shackleton, con las impactantes fotografías de Frank Hurley. Deberíamos descansar de verdad, acampados en silencio para no atraer a los osos polares, pero el lugar que ocupamos en la sociedad, con su arboladura y su tramoya de apariencias, no nos lo permite. Hemos de hacer lo que todos hacen, de modo que el mundo, y también Europa, el continente de Erasmo y de la cultura, se convierte en un hormiguero al que cualquier veneno que echan pone mala a la mayoría: huelgas de controladores, encarecimiento del combustible y, por supuesto, esa inflación de imágenes en las que todos son felices antes de caer de un balcón mientras se hace un selfie. Los tiempos han cambiado: ya no puede hablarse de lo que lees, sino de lo que comes. Es el estómago el que escribe nuestras memorias. Dejamos el mismo rastro que leían los tramperos que seguían a los osos grizzlies: un rastro de excrementos.

             Hay mucha gente que se pasa el verano en casa, pero es gente de poca monta. Nunca consideramos que alguien que no toma un avión para alojarse y comer a mil kilómetros merezca la pena. Todo es por culpa de Los Panchos, que decían que la distancia es el olvido. En verano necesitamos olvidar y la mayor desmemoria es la que nos proporciona la tarjeta de crédito. Así que la cajera tenía razón: el verano es para los ricos. Un pensamiento tan simple y clarividente sólo podía ocurrírsele a quien despacha a los que comen en casa. Sin embargo, no le respondí con lo que en ese momento me cruzó por la mente: el invierno también.

Publicado en el diario HOY el 12 de julio de 2025

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