El famoso cuadro de Jacques Louis David, que plasma la muerte de un Marat sonriente, vuelve a hacernos reflexionar sobre los tiempos que corren. No aquellos de la Revolución Francesa en que David pintó el cuadro, sino los actuales, marcados por una dinámica casi opuesta. La violencia se mantiene, siempre se ha mantenido, al parecer, en Europa. Desde que Sócrates fue asesinado, desde que Cromwell y la mayoría de los reyes absolutos, desde que Napoleón y Hitler masacraron a muchos para imponer sus ideas, Europa ha sido un escenario donde las ideas provocan precisamente eso, la muerte. No imaginamos, en África por ejemplo, una guerra basada en creencias. Sin embargo, Europa, el continente de la cultura, puede que sea también el más convulso, gracias a una violencia ejercida para mantener la vigencia de cosas en las que se cree, frente a los intereses económicos o el poder. Uno de los momentos más ilustrativos de este fanatismo fue, sin duda, la Revolución Francesa, que acabó con casi todos los hombres y mujeres inteligentes que participaron en ella: Danton, Olympe de Gouges y miles más. Robespierre no parece inteligente, más bien era un fanático, igual que Marat. Sin embargo, el cuadro de David representa a un asesino que ha leído, que está al tanto de cómo ha de cambiarse el mundo y conoce el precio que ha de pagarse por ello. Fue, además, un precursor de Victor Frankenstein. Creía en la electricidad como elemento místico y científico, pero nunca entró en la Academia de Ciencias por sus disensiones con Newton. Quien lo mató, de una puñalada en el corazón, mientras Marat se bañaba, Charlottre Corday, una girondina, es decir, alguien que intentaba dar un sentido más moderado, más social a la Revolución, se nutrió, igual que él, de ideas. Entró en su casa con la promesa de darle una lista de diputados girondinos refugiados en Caen, Normandía, a los que Marat destinó en ese momento a la guillotina. Murió con esa lista en la mano.
Ahora nos preguntamos por qué la paz, la democracia, la libertad no cometen ese tipo de crímenes. La respuesta es evidente: la libertad ha de ser siempre la víctima, nació para ello. Hoy lo estamos presenciando en todo el mundo. Son el delirio, la radicalización de ideas con las que casi se había acabado, los que marcan la política mundial. Es el pueblo el que lleva al poder a tiranos travestidos, como si se hiciera una guerra eterna a la cultura, al pensamiento. Ese elemento perturbador y misterioso que está acabando con la razón, con el más mínimo proyecto de futuro, gana puestos en cada elección democrática. Ni siquiera la libertad guiando al pueblo podría matar hoy a Marat. Ahora Marat somos todos, o es la mayoría. Los principios que defendió Marat, su vindicación del terror revolucionario, los profesa la mayoría. Son ideas de partido, y ninguna joven valiente y aterrorizada, que llega a la bañera del fanático con un puñal guardado en el refajo, esperando no tener que cometer el crimen, va a reaccionar contra hombres así.
Disfrutamos de pequeñas libertades, libertades restrictivas, libertades sin grandes horizontes. Esa es la democracia de los tiempos que corren. Creemos que las revoluciones son guerras de conquista y exterminios realizados con compás, escuadra y cartabón. La libertad es una forma de desarme, de ahí que haya siempre quien la convierte en una forma de reclusión. Confío, sin embargo, en que alguien se ponga a pensar antes de ponerle un palio a cualquiera de los que ahora mandan.
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