El tono de la política nacional y la internacional consiste en suprimir derechos. Todo el mundo sabe que las protestas, por mayoritarias que sean, no sirven para nada, quizá por eso nadie protesta, además de por tener un móvil en la mano. El individuo, moralmente, se halla prisionero en una especie de jaula de Faraday: da igual lo que haga, incluso da igual lo que piense. Está aislado. El compromiso consigo mismo y con los que tiene a su alrededor, hasta con aquellos que no conoce, flota en la Google cloud. La palabra compromiso no significa ya nada, a menos que quien se compromete se vuelva un misionero o un ongista, y ayude a gente que está a punto de morir, es decir, a gente que jamás constituirá un ejemplo social, un motivo de lucha o de conciencia. La democracia se las ha arreglado para que, gane quien gane en las elecciones, el verdadero poder no cambie de manos. Surgen, poco a poco, elementos autocráticos que impregnan no sólo las sociedades, sino las bases sobre las que se asienta todo. Estamos, en definitiva, acostumbrándonos a la idea de que no podemos hacer nada, de que el hombre no puede salirse del rebaño, y eso supone que tampoco las mayorías, el rebaño, tengan la capacidad para unirse con otro objetivo que no sea obedecer.
Perdemos derechos aceleradamente. Vemos cómo se esfuman los derechos básicos -léase el derecho a la vida- en Gaza, en Ucrania e Irán, además de en lugares donde ya estaban perdiéndose, como África. Se pierde el derecho a ser libre en el país de la libertad, Estados Unidos, y en todos los países donde actúan las redes sociales que, en realidad, son multinacionales del pensamiento único. Se está perdiendo también el derecho a la autonomía personal, al pensamiento, en casi todos los países del mundo, incluidas las democracias más avanzadas, es decir, las europeas. El poder está echando una simultánea contra cada uno de los siete mil millones de personas que hay en el mundo, y les está ganando a todas. Pertenecemos a una generación para la que obedecer, someterse, es un signo de realización. La revolución, como simple idea, ha dejado de pertenecer a nuestro arsenal de supervivencia. Cuando nos permiten ladrar es para pedir comida, y esa forma de perversión, esa indolencia de esclavos, empieza a formar parte de nuestra pobre fe en el mundo, pues constituye aquello para lo que hemos nacido.
Antes, la conquista de derechos era una lucha. Los estamos perdiendo no porque nos impidan conquistarlos, sino porque no luchamos. El hombre empieza a nacer sin nervios. La psicología no trata ya enfermedades mentales, sino la falta de sueños. Las sociedades actuales viven un estado de latencia. Si la historia fuese un viaje interplanetario, la época actual correspondería a la etapa de hibernación. Todo ha sido programado para que la historia nos lleve a un planeta lejano: el del abandono. Cuando lleguemos no se nos pasará por la cabeza volver a ser los que fuimos. No habrá necesidad, porque el viaje es narcótico. Estamos adquiriendo una desidia que nos llevará a la sumisión completa. Cuando despertemos sólo necesitaremos dinero. Nos lo dará el coro en que cantamos, todos al unísono, la misma canción. Habrá que renunciar a cualquier meta. Las metas siempre han dado mucho trabajo.
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