La nana de la estadística

El baremo más usado en los tiempos modernos, el de la estadística, es la mayor farsa ideada por el hombre, y el hombre ha ideado muchas. Las estadísticas siempre engañan en el peso, igual que los que compran oro. Siempre suponen un titular, esa es la clave, porque el hecho de que provengan de fuentes tan desconocidas hace que nos representen a todos. El hombre multitudinario, como aquel personaje de Poe que vagaba eternamente por la calle y no tenía un domicilio, comparte esas mismas fuentes. Nadie sabe quiénes son los sujetos con que se elaboran los resultados estadísticos, así que quizá la opinión pública sea una entidad con la que hay que comunicarse mediante una ouija. Todo en los patrones estadísticos es fantasmagórico: los entrevistados que dan su voz, quienes interpretan las conclusiones y aquellos que ven cómo esas conclusiones son grabadas por rayos sobre tablas de la ley. El escepticismo, tan olvidado en esta época de ideologías, preconcebido, hecho de obediencias, nunca llega a los campos de la estadística. Todo parece real, pero es porque nos han educado para confiar. La estadística está hecha para almas cándidas. Hasta creíamos que los fontaneros son los que arreglan grifos. Es la única fe que nos queda: una fe de hormiguero, de especie y, por tanto, una fe que sólo tiene en cuenta el tanto por ciento.

            Toda persona nace como participante en una encuesta. Formamos parte de los empleados, de los parados, de los creyentes, de los defraudadores, de los que tienen perro o gato, de los que pertenecen o no a redes sociales, de los enfermos crónicos o de los que nunca han tenido problemas de salud, ni siquiera mental. Esos son las excepciones. Somos números que un algoritmo come y después deglute, es decir, interpreta. La mentira, por regla general, es introducida en cada uno de esos pasos. Incluso el resultado estadístico más directo, el que es originado por un plebiscito, parece producto no de lo que opinamos, sino de las mentiras que creemos, frente a las que creen otros. Nos incluyen siempre en algo a lo que no pertenecemos: una fila, un colectivo o el pecado original.

En realidad, los resultados estadísticos son un enigma para el que nunca se encuentra una sibila. Quizá sea el secreto de la publicidad. Quienes publican esos resultados los publican porque los beneficia. La estadística es como los espejos del callejón del Gato: nadie sale como es, ni siquiera Max Estrella. Hemos organizado nuestra vida sobre una transcendencia colectiva que se vuelve opaca cuando la estadística la pone sobre la mesa. Como país, esa es la única posteridad que nos queda, la que nos pone un recuento como epitafio. La mentira del tanto por ciento. La persona ha dejado de ser lo importante, ahora lo importante es la multitud. Ortega ya intuyó que la vulgarización que traería la democracia era un tipo de alienación. También es un tipo de multiplicación. Nunca llegaremos a identificarnos con Rosalía, pero montarnos en la moto con su mami, como ha hecho el 80% de los españoles, se ha vuelto una terapia colectiva. ¿Quién quiere ser feliz, si puede formar parte de una multitud que, al menos, tiene derecho a fingirlo?

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