El cónclave

Comienza el cónclave que elegirá al próximo papa. Históricamente, quizá se trate de la elección más antigua -más incluso que las elecciones democráticas-, aunque también la menos democrática que exista. Más bien se asemeja a las que se realizaban en el siglo de Pericles, donde sólo votaban los aristócratas, porque era una democracia esclavista. Los 133 cardenales reunidos, desfilando uno tras otro como si en realidad pensaran en Dios, nos recuerdan a la cena de los Sketsis en aquella película de Jim Henson y Frank Oz, Cristal oscuro. La iglesia hace mucho tiempo que pasó de moda, pese a que el papa Francisco la haya actualizado pensando lo que casi todo el mundo, católico o no, está dispuesto a admitir. En la iglesia se hacen grandes y falsas ceremonias para crear la apariencia de que la juventud conserva sentimientos religiosos, pese a que la juventud actual ya conserva muy pocas cosas, sean culturales, profundas, importantes o religiosas. Sin embargo, las apariencias hay que mantenerlas si se quiere poseer el poder, incluso dentro de una institución en la que las diferentes facciones siguen preguntándose si la iglesia ha de parecerse más a San Pedro o a Francisco, que admitió hasta la existencia de gente con diferentes inclinaciones sexuales, es decir, gente que no nace para reproducirse.

            El problema estriba en si la iglesia puede seguir esa tendencia inaugurada por Francisco. Esto supondría una renovación que niega cada uno de los rostros de los que van a elegir al nuevo papa, al menos vistos en televisión. Queda la iglesia monumental, la histórica, que nunca estuvo en la biblia, pero el hombre es incapaz de alojar ya nada que no pueda verse. Nada que no aparezca en su esquema de vida artificial, que es una vida que no comprende. De cualquier forma, el papado es automático, y el papa una de las figuras más hipotéticas que ha dado la historia. Ni siquiera la intromisión de la iglesia en el sistema educativo arroja ya vocaciones, y menos sentimientos religiosos. No porque no exista la religión, sino porque no existen los sentimientos. El gran problema que tiene la religión, desde hace decenios, es que a Cristo ya no somos capaces de comprenderlo. Si fuera así, haríamos revoluciones. Quizá muchos lo necesiten, pero nadie lo entiende, y menos los que acuden a él sin renunciar al materialismo, si es que al materialismo se puede renunciar.

            Cierto: la iglesia se mantiene en el mundo a base de política, de comunidades cerradas a todo lo que no sea sus propios intereses. Pero el fin del mundo está asumido. Nadie cree ya en el infierno, en la resurrección de la carne, y Jesucristo cada vez está más cerca de Don Quijote. El fin del mundo ocurre todos los días, y nadie tiene el poder, ni el derecho de detenerlo. Hemos dejado de tener miedo, porque ya no contemplamos lo inevitable. Si el humanismo ha muerto, por qué Dios debe mantenerse en los altares, como no sea para sacarlo en procesión y aparentar que cada uno de los que lo adoran está pintado por Miguel Ángel. Las piedras básicas sobre las que se asentaba la mentalidad de los europeos, de los hombres en general, han sido demolidas por la desigualdad y la mentira. Así que lo que pesa hoy día sobre lo que somos es un gnosticismo desamparado y vacío. Se elegirá un nuevo papa, porque la basílica de San Pedro ha de estar ocupada por alguien. Otra cosa es que quien salga al balcón a proclamar la bendición Urbi et orbe haga que los que tiene a sus pies dejen de sentirse los hombres y las mujeres más abandonados del universo.

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