Hasta hoy no teníamos idea de lo indefensa que es nuestra rutina y, por tanto, nuestra felicidad. Desconoceremos durante un tiempo la causa del apagón que hemos sufrido. Acaso la ignoremos siempre. Quizá un ciberataque, quizá simple incompetencia. Me inclino por lo segundo. En cualquier caso, una ordalía a la que el destino, o nuestro modo de vida, nos ha sometido. La cuestión es que un corte eléctrico nacional nos sume en el caos. No se trata de un caos vital -peor sería que dejaran de editarse las obras de Jack London, que son las que mejor ponen en pie este tipo de espíritu aventurero-, pero hemos sentido hasta qué punto aquello de lo que todos gozamos, aquello a lo que tenemos derecho se ha convertido en nuestro punto débil. Todo es multitudinario, todo afecta a todos, pertenece a todos, compete a todos. Todo: placeres y sufrimientos, si bien cada vez se apuesta más por el sufrimiento. El placer ya lo da la Liga. Hemos renunciado a nuestro espacio de supervivencia personal. Ya no tenemos velas en casa, ni linternas, ni gas en los hornillos de las cocinas. La electricidad nos ha clavado en la cruz de lo más cómodo y barato. Sobre todo, las comunicaciones. La única información que pudimos recibir venía de la radio, eso si tenías un aparato y pilas en casa. Bien es cierto que ha sido el día en que menos comunicación hemos necesitado, porque nadie nos ha explicado las causas de lo ocurrido, y seguimos sin saber qué pasó. No estamos preparados para prescindir de la electricidad, de hecho, la necesitamos hasta para no decir nada, como pasa cuando entramos en las redes sociales. Este corte, este apagón temporal y monumental nos pone ante el espejo de nuestro tiempo libre. Sin esa rutina de los días normales, porque no había luz, hemos descubierto, por unas pocas horas, un tiempo que nos pertenece únicamente a cada uno de nosotros, pero con el que tampoco sabemos qué hacer.
Habría que pensar en el tipo de vida que llevamos. A medida que pasan los siglos, ponemos el huevo en la cinta transportadora que se lo lleva hacia la caja de la docena, y comemos en el único lugar donde nos ponen el pienso. También defecamos, siempre en el mismo agujero, pero al menos eso, defecar, nos da el consuelo de una protesta, la única que podemos elevar al negociado de la nada. Esto ocurre en todos los niveles de nuestra vida: económico, político, espiritual -si existe el espíritu, pues cada vez vamos pareciéndonos más a una naranja mecánica- y cultural, si existe una cultura que apoye tener un criterio, algo que no sea esta cultura que parece un graffiti y grita en los reality shows de televisión, o se pinta con los lápices que las marcas regalan a las influencers.
En efecto, ya no podemos aspirar a un destino personal, al propiamente nuestro: el destino es multitudinario, dictado no desde el cielo, sino por las cuentas de resultados de las corporaciones. Ayer todo el mundo se preguntaba cómo era posible que España se hubiese quedado sin electricidad. Hoy seguimos sin saberlo. La política, que está ahí para que nada se sepa, sigue adoptando un silencio que supone una mentira. ¿Es que no existe ya algo que se parezca a una explicación? ¿Habrá que volver a adoptar las creencias de la Edad Media? Los filtros por los que tiene que pasar la verdad hasta llegar al que quiere conocerla son tantos que el camino se hace eterno, como en las paradojas de Zenón de Elea. Qué hermosa sería ahora una política cooperativista, que rigiera a los ciudadanos que decidieran adoptarla por voluntad propia, y se aplicara en lugares que pudiesen ser controlados: comunidades, municipios marcados por compromisos, no por fronteras. Lugares en los que la verdad fuera accesible, es decir, no oficial. Lugares en los que si alguien roba, se supiera quién es, y si ocurren desgracias se supiera el porqué.
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