Elogio de la indiferencia

Nos ponen, al nacer, un escapulario de estupideces alrededor del cuello, y un caldero lleno de cemento en los pies. Ambos constituyen nuestro destino. Vamos con ellos todos los días de nuestra vida, porque nadie, en realidad, ha conseguido vivir al margen de lo que lo rodea. Lo aceptamos porque podemos compensarlo con muchas cosas bellas, inspiradoras y decisivas que ayudan a que la existencia, pese a todo, merezca la pena: Stevenson, Botticelli, Supertramp, por poner algunos ejemplos. No obstante, la cultura que disfrutamos desde hace 30 años llena nuestra vida, o intenta llenarla, de objetos y obras que nos la vuelven un cubo de basura. Estamos rodeados de basura a la que el mundo, inducido por una sensibilidad que no comprendo y a la que escupiría en el rostro, da una importancia desproporcionada. La música popular, por ejemplo, ha cambiado en los últimos diez años, y uno se pregunta -cuando escucha esa música hecha con cucharones y cacerolas, y las letras que recitan chicos y chicas de sensibilidades microbianas- si realmente existe gente a la que le gusta semejante música. Y, si existiera, ¿de qué clase de gente se trata? Sin duda, individuos en cuyo mundo a muy pocos con inquietudes artísticas les gustaría vivir, y llamo inquietudes a lo que se posee cuando el mundo no nos parece suficiente y creemos que hay que mirarlo de una forma más profunda y rica.

            Frente a todo ello, lo primero que necesita uno, si aspira a obtener un equilibrio que lo salve de todo lo que aporrea en nuestra puerta, día y noche, es paciencia. Hemos de armarnos de cantidades inusitadas de paciencia. Paciencia contra todo lo que se maquina a nuestras espaldas, para conseguir que sólo seamos felices si admitimos la existencia de esa música para alienados que se escucha en todas partes, y esa literatura para aficionados a las sopas de letras. ¿Paciencia? Sería mejor llamarla indiferencia, que es la mayor sublimación de la cortesía, y supone una suerte del nihilismo militante que esta sociedad se merece. La indiferencia pasa más inadvertida, las cámaras que hay en las calles, guiadas por la inteligencia artificial, no la perciben, y suele ser una aptitud mucho más reservada, aunque en realidad sea el sarcófago donde yacen el asco y el estupor que se exhibirá en los museos, cada vez más atiborrados, de las cosas que no se comprenden.

            Paciencia, en efecto, en cantidades industriales, mientras asistimos a la misericordia que produce la soledad, por ejemplo. Cómo se compadece a los que prefieren quedarse leyendo, o hablando con Dostoievski, aunque sea con Bukowski. O viendo una buena película. Digo buena, no esos billetes que imprime la misma prensa y están en todas las plataformas. La paciencia, que comienza a parecerse a ese estado en que nada nos afecta, en que permanecemos alejados de todo aquello con lo que el mundo nos posee poco a poco, sueño tras sueño, igual que en La invasión de los ultracuerpos. De pronto, despertamos idénticos a los demás, elogiando a Bad Bunny, matándonos por conseguir una entrada a los conciertos de Rosalía, o pagando en una librería por libros que leemos como fans. Despertamos sin una forma propia de ver el mundo, sin la bomba que llevábamos construyendo durante años en nuestra cabeza, sin el alfabeto que nos diferencia de los que aparecen en todas las televisiones, y a los que no entendemos. Paciencia, indiferencia. Están dejando de ser elecciones, y convirtiéndose en antídotos.

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