En economía, los martes y los viernes son los que más posibilidades tienen de ser negros. Cuento con la ventaja de escribir esto un sábado. Los sábados se libran de lo marcado por la fatalidad, y casi no dependen de la economía, porque los sábados abren las discotecas, y puedes trasnochar hasta con fiebre, como Tony Manero. Los grandes cataclismos económicos ocurren el viernes. Es lógico que sea así, porque el capitalismo siempre va en camisa de fuerza, y necesita el fin de semana para tranquilizarse bajo los tilos del manicomio. Dicen que quienes pagan todos los platos rotos, en las crisis económicas, son los pobres. Sobre ellos cae la recesión, la inflación y la disminución de salarios. Los pobres, sin embargo, son grandes virtuosos del hambre, como dijo Kafka. No les importa pasarla, si les dan a cambio una buena entrada para el teatro donde Musk, Bezos, Zuckerberg y Sundar Pichai pierden la pasta que llevan robándoles durante años a los ignorantes. Esa obra de teatro es una verdadera redención, y también la representa el capitalismo en las crisis económicas, pese a que el desenlace no dé con todos ellos en la cárcel, aunque sea falsa, como la del prisionero de Zenda. Lo importante de lo que está pasando es que, por fin, en España ocurre algo realmente pedagógico. Hace años que, para educar, descartamos a los institutos, pero al menos la crisis -y los viernes- nos enseñan en qué consiste el sistema en que vivimos y al que debemos la muerte, igual que los mineros de la revolución industrial.
Ese sistema es el capitalismo, que está demostrando poseer bastantes taras y contradicciones. Más o menos como la religión, con el que está tan emparentado. Por ejemplo, llega uno de los más ricos -llamémosle Donald Trump- y, deslumbrado por la política, por las sombras que proyecta el pueblo, quiere cambiar el comercio mundial. Es lo que se llama hacer la revolución desde dentro. Entonces el resto de los adinerados, que sabe que el punto débil de la economía es la política, y que ha apoyado esa política, tiene que renunciar a buena parte de sus beneficios como si no importara. Wall St. se va al traste, junto con todas las bolsas del mundo -ya que todas se comportan como si formaran parte de un extraño sindicato-, y el NASDAQ, que es el patio vallado donde corren los perros que no existen, se viene abajo como todo lo que tiene importancia en este mundo. Pero hay más: el presidente de la Reserva Federal estadounidense tiene que decir la verdad, algo que nunca ha hecho, y contradecir a quien lo ha puesto en su cargo. Es terrible, porque lo malo de todo este proceso es que al mecanismo se le ven todas las piezas. Es como explicar un truco de magia. Una vez que te lo explican, pierdes la fe en Juan Tamariz.
Es lo único que podemos agradecer a Trump: nos ha mostrado las mentiras que nos rodean. No es un presidente, es el Sócrates de nuestra época, o quizá el Rasputín. Y lo hace montando una parábola que valdrá para siempre, una alegoría kafkiana. Trump es un virtuoso del exceso, incluso del exceso ideológico. Un radical de lo inmoderado, ahora que descubrimos que lo inmoderado es lo establecido. De aquí en adelante la gente descubrirá otros horizontes: irá a votar sabiendo que su actitud podrá cambiar el mundo. Irá a divertirse teniendo la seguridad de que todo puede alcanzarse, y ahorrará sabiendo que, en realidad, el trabajo diario es una inversión especulativa. Es hermoso no perder la esperanza de que a Trump el antiguo régimen -el de la globalización- lo encarcele en una cárcel de Vicennes, como al Marqués de Sade.
Deja un comentario