El diccionario de la RAE no da un significado a la palabra inglesa look. Sólo la traduce, incorporándola al diccionario como voz inglesa, igual que selfie. Los hablantes, que por regla general no tienen sillón en la Academia, ni siquiera la traducen, porque viven en un mundo en el que las palabras inglesas los hacen parecer más lo que no son, o los salvaguardan de lo que son realmente. Los vocablos “imagen” o “apariencia” empiezan a resultar demasiado filosóficos para el hablante español y, sobre todo, para las empresas españolas que sacan beneficios del inglés, como las distribuidoras cinematográficas, que tampoco traducen, en muchas ocasiones, los títulos de las películas inglesas. A medida que en el mundo angloparlante el español cobra importancia, en el hispanoparlante el inglés se convierte en un elemento alienante, o tremendista, o enajenador, que nos encanta porque nos da una notoriedad demasiado extraña para que nuestra facilidad de seguir tendencias incomprensibles deje de adoptarla. Es como vestirse de gótico, aunque a uno le guste tomar el sol. Sin embargo, el papel cuché, junto con las influencers, han impuesto el look como algo que tenemos que tener en cuenta para no engañarnos a nosotros mismos, así como para no engañar a los demás.
El look, o la apariencia, es algo que puede utilizarse para fabricar pequeñas mentiras, incluso pequeñas verdades, porque la falsedad forma parte de nuestra vida. Because we are living in a material world, and I am a material girl, es lo que decía Madonna en su canción, lo que nos llevaba a pensar que todo lo que hacemos, incluidas nuestras actitudes de rebeldía, nuestras protestas ante el mundo, están avaladas por todo lo que aceptamos de él. Vivimos, por todo ello, en una situación que roza el ridículo. El look es imprescindible, igual que haber leído la Crítica de la razón pura, y ya forma parte de nuestra puesta en escena, de nuestro intercambio con la cultura o, como se llama ahora, con la moda. De ahí surge la importancia de las primeras impresiones, que son las que van a conferirnos un lugar en la totalidad de lo real, en ese estrecho puente que constituye nuestra vida y por el que sólo puede pasar uno, mientras todos los demás nos miran desde ambas orillas, y lo hacen con anteojos de ópera, que son los que distinguen las cosas esenciales. Todo lo que vemos y todo lo que los demás ven es falso, es la misma imagen, o la misma apariencia: se trata de la única verdad que todos compartimos; luego la verdad y la mentira, absolutamente convencionales, aceptadas, públicas, incuestionables, han llegado a ser intercambiables.
Quizá exista un infierno, o un paraíso a los que nuestras apariencias vayan a parar en algún momento, con sus nueve niveles y sus nueve esferas, y donde nunca lleguen a ser lo que parecen. O en los que las imágenes de nosotros mismos se conviertan en elementos angélicos gracias a su veracidad, o diabólicos gracias al engaño que hemos perpetrado con ellos. El purgatorio sería solamente un lugar de tránsito para que la sinceridad, la verdad, la realidad, lleguen al único lugar que no les pertenece. Acaso cuando, con la edad, desaparezcamos de las pantallas, venga un algoritmo -que será lo único equilibrado y objetivo que vamos a poder fabricar- a despojarnos de todo aquello que hemos parecido sin serlo. Entonces nos mostraremos desnudos, en cuerpo, alma y look ante los demás, y los demás se mirarán a sí mismos y se desnudarán por vergüenza, porque nadie puede ser más, ni menos, que lo que parece.
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