Elon Musk ha perdido el 50% de sus ganancias fuera de los Estados Unidos, aunque dentro lo puede compensar vendiendo secretos del Pentágono. Esas pérdidas marcan una actitud que por primera vez contesta a los poderosos. Bien. Es absolutamente prometedor. Transmite la intención de que hay gente que, con fondos suficientes para comprar una tartana de Tesla, está dispuesta a no comprarla. El mundo despierta, toma decisiones, prefiere morir de pie a vivir arrodillado, se inclina de parte de lo que tiene en la cabeza, no en la cuenta corriente. Estamos montando un nuevo mayo del 68, pero en los concesionarios de coches para millonarios. Ahora las revoluciones las hacen los de arriba, y las hacen porque empieza a haber demasiadas cosas que los mimados de este mundo no pueden permitirse, por ejemplo, no tener un lugar donde caerse muertos. Ese es un lujo que cuesta demasiado, hay que trabajárselo una vida entera. El europeo al que han obligado a iniciar una guerra arancelaria, que lleva pagando impuestos toda su vida para tener servicios sociales, ahora tendrá que pagarlos para que los americanos pobres sigan sin tenerlos, desde la abolición del Obamacare. Es a lo que Trump, un híbrido entre Pinocho y Peter Pan, nos ha llevado. No quiere ni dejar de mentir ni de ser un niño, para amedrentar a los demás niños con sus trolas.
Sin embargo, hay que ir un paso más allá. No se trata de enemistarnos con la América rica. Se trata de contestar, contestar como este tipo se merece, y la única forma de hacerlo es poner aranceles no a las Harley-Davidson, ni al bourbon, sino a la gran fábrica de mentiras que, mucho antes de la IA, funciona en ese país: Hollywood. Se trata de censurar a Hollywood. Ya no es un bosque sagrado, sino una máquina de hacer repeticiones. Hollywood no aporta nada a la civilización. Antes aportaba mentiras imprescindibles, bienintencionadas, mentiras saludables, como cuando James Whale acorralaba al monstruo de Frankenstein en el molino y la turba lo seguía y lo quemaba. Ahora el monstruo está en la Casa Blanca, y la turba lo protege, porque está harta de que sean monstruos travestidos y elegantes los que destruyan esa forma de vida aparente que llamamos democracia. Es más claro y sincero que la destruya Trump, porque el cine ha dejado de ser el alma de las cosas. Sólo es su cemento, la materia para fabricar objetos que pueden venderse, así que el europeo debería emprenderla con Hollywood, con Netflix, con las tonterías de Amazon y con las nuevas versiones de Blancanieves. Disney ha dejado de construir las figuritas que aparecen en los sueños. Ahora las hace para que cuelguen del cinturón de los zombis que votan, protagonizan películas y las consumen.
Quizá deberíamos renunciar a los sueños ya masticados que nos dan Disney y otras corporaciones. No son más que una nada hecha con más efectos especiales. Muchos grandes directores americanos lo han dicho. Las mentiras ya no sirven, porque todas estas corporaciones se han cargado la infancia. El bosque sagrado es ahora un algoritmo fabricado con los restos de otro que servía para recoger la basura. También se utiliza para empequeñecer lo grande, si en realidad fuera posible ya la existencia de lo grande. Cada vez que anuncian la gala de los Óscares se me ocurre que esta vez la pobre Bella Durmiente no despertará, cuando el enamorado príncipe le dé el beso. Ni siquiera deseará despertar, como ocurría en los cuentos de hadas de Robert Walser. Y en efecto, ahora las películas sólo reciben recaudaciones. A todas estas plataformas, que también son productoras, habría que concederles el premio Turner por lo bien que han miniaturizado, hasta convertirlos en nada, sueños, desiertos, universos y otras cosas sin límites.
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