Es irónico que la justicia, tal como la conocemos, surgiera de la fortaleza de un imperio, o lo que después llegó a ser un imperio, porque el derecho romano, cuando comienza el mandato de Octavio Augusto, tenía ya detrás una trayectoria compuesta por un primer periodo monárquico desde la fundación de Roma, al que siguió la etapa republicana. El derecho se hallaba íntimamente ligado a la fuerza y, de hecho, cuando Roma se expande lo hace para imponer ese derecho, entre otras razones. Frente a esto, resulta chocante que a Trump, aquejado de ese espíritu plenipotenciario e imperialista que han tenido siempre los EE.UU., le resulte molesta su propia justicia. La portavoz de la Casa Blanca, en un comunicado de prensa, ha dicho que no es cierto que el Gobierno haya desobedecido al juez Boasberg, del distrito de Columbia, cuando éste ha tratado de paralizar temporalmente la deportación de ciudadanos venezolanos presuntamente vinculados a una organización criminal, pero es evidente que tampoco la ha obedecido. Trump ha utilizado una ley del siglo XVIII para acelerar esas repatriaciones, haciendo caso omiso a un juez puesto ahí por la misma democracia que le ha elegido a él. Resulta igualmente chocante que en la democracia americana, que se convierte en autarquía tras el día de las elecciones, la ley deje de funcionar contra quien las gana. No sé si es la democracia o la ley estadounidenses, o quizá las dos, las que tienen un grave problema.
El Partido Demócrata ha dejado milagrosamente de existir, y ahora Trump, el hombre más poderoso del mundo, el hombre que más coches eléctricos vende y un coleccionista de tierras raras digno de entrar en el record Guiness, quiere desalojar de Groenlandia al fantasma de Eirik El Rojo, conquistándola como ha hecho con Ucrania su amigo Putin. Ambos le han reducido la cabeza al derecho internacional y la han convertido en un llavero donde llevan las llaves de la OTAN y de Occidente, y por supuesto la de los silos de misiles hipersónicos. Si Spengler levantara la cabeza, vería que a veces las muertes de las civilizaciones no son tan lánguidas ni tan silenciosas como pretenden los historiadores y los profetas. En efecto, la justicia se ha vuelto lo más incómodo que teníamos, así que lo mejor es poner a funcionar a la inteligencia artificial, para que la convierta en un First Dates donde ambos, Trump y Putin, se ofrezcan el helado en la misma pajita. Basta tener el poder inmenso que tienen para no creer en el papel que el equilibrio internacional les ha dado en el mundo. El mundo nunca es suficiente, como decía James Bond.
¿Y qué me dicen de China? Vamos a tener que dejar que sea China la que redefina la civilización. Intentó hacerlo en los laboratorios de Wuhan, pero no le salió del todo bien. Esa iniciativa fue algo disruptiva, pero no tan teatral como la que están organizando Trump y Putin en Ucrania. Ambos son virus demasiado letales, sobre todo si se asocian. China haría las cosas mucho mejor. Es la que más ha perfeccionado la IA y nos tendría a todos metidos en casa, porque en cada esquina, casa semáforo y cada tienda de carcasas para móviles habría diez cámaras apuntando a nuestra cara. La libertad comienza a ser algo demasiado expuesto e incivilizado. Además, cuanto más votamos peor va el mundo. Algo está pasando con la democracia, si sólo nos dan un meme para cambiar el mundo. La civilización ya no es lo que era, sin duda. Las revoluciones las está haciendo el poder. Es la única forma en que vamos a conseguir empoderarnos.
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