A medida que las vamos perdiendo, seguimos hablando de las conquistas sociales de los años 80. A veces no somos conscientes de hasta qué punto esas pérdidas han sido imposiciones económicas, del mismo modo que en su momento fueron logros económicos. Ahora parece claro que aquellas conquistas crearon una suerte de igualdad no deseada. Los grandes poderes económicos no aceptan ya la forma en que esa igualdad movía la economía, y han renunciado porque el beneficio económico no supone nada si no destruye la igualdad. El potentado se ha vuelto antiburgués y retorna al antiguo régimen, recuperando elementos aristocráticos para salir en el Hola. No se conforma con tener un yate de ochenta metros de eslora en el puerto, si nadie se da cuenta de que lo ha conseguido a base de impedir que la gente tenga una vida digna. La concentración de riqueza ha de ser evidente, desproporcionada, hasta escandalosa. Sólo así se establecerán las diferencias entre la dignidad y la riqueza. Vivimos tiempos en que la dignidad se deroga, pues es un estado, casi siempre inmerecido, en que se tiene lo preciso para no envidiar a nadie. Los que tienen dinero invierten en que un abismo insalvable los diferencie de los demás, con puentes escasos y distantes.
El proceso se ha diseñado en varias escalas, y la revolución tecnológica ha creado los obstáculos pertinentes. La hiperconexión que padecemos es la causa de que ya no se hagan revoluciones reales, ni siquiera aparentes. Nadie sale de su casa. ¿Por qué protestar, si nos basta con reírnos de los memes con que otros se burlan en las redes sociales? El meme crea una coincidencia de opinión que jamás se proyecta. La tecnología nos ha condenado a la quietud o, mejor, al quietismo. Estamos cada vez más aislados. Ya no se nos pasa por la mente ponernos de acuerdo para que los políticos construyan más casas para la gente que está sin ellas, o que se rebaje drásticamente el número de rentistas que ganan sueldos en la política. Hemos tenido que renunciar al poder que las multitudes sacaban a la calle en los años 80 y principios de los 90, con una simple manifestación. Seguimos en las cárceles de nuestras propias casas, igual que durante la pandemia.
Más allá de esto, aquel llamado estado del bienestar fue descoyuntado gracias a la adquisición de una abundancia de derechos que en realidad han hecho que hayamos ido renunciando a la independencia que poseíamos. Tenemos derechos, pero no tenemos nada más, derechos que entran siempre en conflicto con los que son iguales a nosotros, es decir, nuestros aliados en la misma protesta contra el poder. Ya no exigimos las viviendas que no se tienen, no protestamos por una justicia que no funciona y por un sueldo que los impuestos y la inflación nos arrebatan. ¿Cuál es el actual estado del bienestar? Ninguno, pero curiosamente no lo echamos de menos. Ahora simplemente envidiamos a los que aprovechan el sistema para enriquecerse sin ceder nada a cambio. Estamos, en realidad, en la era de la insolidaridad. Las apariencias consisten en eso. Para la clase media, y las clases pobres, la lucha por la vida es actualmente mucho más dura que en los años 80. El partido que gobierna, y por tanto el que legisla, sea cual fuere, se ha convertido en el instrumento que utiliza el poder económico para conseguir lo que quiere. Esa es la gran estafa de la política.
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