Atravesamos un tiempo en que nadie con cierta importancia social, salvo excepciones, merece lo que tiene. Cada vez es más larga la distancia entre trabajo y reconocimiento, entre talento y relevancia social. Todo lo mide el dinero, pero también el dinero está en manos de quien menos lo merece. Es evidente que los que trabajan, o arriesgan para conseguirlo, lo hacen, salvo excepciones, aprovechando las bases de un sistema que es más injusto de lo que parece, como afirmaba Herbert Read, y que apuntala esa injusticia porque si no fuera así no existiría el beneficio económico. Tampoco el arte, ni la política colocan bien las condecoraciones. Ahora son los medios de comunicación los que ponen a cada cual en el lugar que está, en ese universo tachonado de estrellas que nunca aparece en los telescopios, porque no es más que un cartel mal pintado. Quizá sea la ciencia la única que levanta altares merecidos, y no precisamente a jefes de equipo o grupos de trabajo, sino a genios que verdaderamente los merecen. Frente a esto, las revistas siguen manteniendo en la palestra a gente que no tiene nada que decir, sólo que enseñar, sobre todo intimidades, y lo enseña de un modo tan repetitivo que todo se vende a base de vaciarse. Quizá los ámbitos en que los merecimientos más se tergiversen sean la moda y el arte, las artes en general. En ellas todo es falso. Esa falsedad está desprovista de elementos con que podamos juzgar sus resultados, pero ahí siguen, desfile tras desfile, exposición tras exposición. Únicamente el dinero puede acceder a ellos. Los demás los admiran porque no pueden comprarlos.
Nadie merece lo que tiene. Como en la teoría de Darwin, lo que uno llega a ser en el mundo es producto del azar. O del azar, o de la herencia. Pero sólo se hereda la riqueza, no las cualidades, así que únicamente la cantidad constituye un modo de expresión. Una vez más. El arte ofrece un campo especialmente desproporcionado: cada vez es más larga la distancia entre los que pintan, escriben o esculpen bien y el público que ha de valorarlos, incluso existe un arte que jamás llegará al público, porque el público sólo lee lo que otros leen, o sólo considera un buen cuadro si otros, sobre todos en las redes, hablan de él. Por supuesto, esos ecos se crean. Han creado toda una industria que los fabrica, además de toda una educación al servicio de que las personas de entre treinta y sesenta años sólo valoren lo que pueda gustar a los niños de cinco.
Estamos, por tanto, en los inicios del fin de las artes. La música clásica también desapareció, y ahora nos ponemos un frac o un smoking para ir a escucharla a una deslumbrante palacio de la ópera. Esos momentos en que podremos sentirnos humanistas antiguos seguirán existiendo. Continuaremos apartándonos de las tendencias para sentirnos igual que Martin Eden, para arrancarnos de los oídos todo lo que dicen los demás y admirar en qué consiste lo que realmente ha aportado algo a la civilización. No, nadie merece lo que tiene, y eso dice mucho del mundo en que vivimos. No conduce a nada criticarlo, porque es aplastante, pero estaría bien que, a partir de ahora, empezaran a enseñar en las escuelas que La isla del tesoro merece la pena, y que los libros de autoayuda son caminos equivocados, porque la que ayuda en realidad es La isla del tesoro. Todo el mundo tendría que comparecer en una rueda de conocimiento, para ver si merece lo que ha obtenido en esta vida. Si no lo merece, tendría que pasar cuarenta días en el desierto, o tres en el vientre de una ballena, o media eternidad en el purgatorio que elija. Hay que empezar a preguntase si lo que hacemos, el modo en que hemos montado esta sociedad forman parte de la curación o de la muerte, como dicen los Coldplay.
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