Perros y gatos

Durante los últimos tiempos, hemos llenado las calles de perros y gatos. No me extrañaría saber que hay más veterinarios que médicos. Los animales son un refugio, quizá el último que nos queda. Todo perro y todo gato nos transmite una música. Nuestras vidas están tan repletas de ruido que ya somos incapaces de comunicarnos. Es ahí donde aparecen los animales que nos ayudan a ser nosotros mismos. Con ellos nos comunicamos de una forma diferente, pero de una forma que contiene la esencia a que ninguna comunicación debería renunciar, porque solemos dejar la comunicación para el final del día, para cuando estamos demasiado cansados. A menudo, para el final de la vida. Y lo hacemos a propósito. Todo se antepone al hecho de decir lo que queremos decir, así que damos más importancia a los preparativos que al acontecimiento. Vivimos en una continua postergación, ilusamente convencidos de que la muerte hará lo mismo. El amor ha sufrido un proceso parecido: se ha vaciado de comunicación. Salvo excepciones, ni siquiera existen los presentimientos que leíamos en las obras de Austen, o en las de Shakespeare. Demasiada gente vive sola, y la única autoayuda a la que pueden recurrir es una mascota, un animal, un perro o un gato. Los hogares de este país están llenos de animales domésticos. Son presencias, sólo presencias que amplían lo que sentimos, y a menudo nos llevan a lugares donde nunca hemos estado.

            Durante años, los animales han constituido verdaderas terapias: delfines, y caballos han dado a la persona humana algo que no le ha dado su propia especie. O algo que su propia especie no quiere dar. Inexplicablemente recuperamos, cuando estamos con ellos, la comunicación que hemos perdido. Con ellos no hay nada que se anteponga. Un animal que nos quiere es impostergable. No nos permite dejarlo para otro momento. Se comunican con nosotros igual que una música. A una música no hay que comprenderla, nos habla directamente, por detrás de cualquier lenguaje articulado. Fundamos en cualquier música el paraíso donde podríamos ser felices, y un simple perro, o un simple gato funda en nuestra casa los lugares más importantes, los que necesitamos o perdimos hace años, o esa mañana, antes de exiliarnos en el trabajo.

            Las calles están cada vez más llenas de gatos y perros, y a menudo los que los poseen sienten ese equilibrio. Pasear con un perro es como hacerlo con un balancín. Mucha gente los prefiere a los hijos, porque los hijos requieren una atención que a veces es incapaz de dar. El hombre es inmaduro por naturaleza. A menudo no pasa de la edad que tienen los hijos, y tampoco está preparado para poner algo en un mundo donde él, con el tiempo, no estará. Los animales, sin embargo, son los más civilizados de nuestra sociedad, como decía aquella canción de Roberto Carlos. Nacen civilizados. Aunque no hayan leído ni un solo libro saben lo que hay en ellos. Y también saben que todo lo que hay en ellos puede decirse con un ladrido o un maullido. Habría que llevar una representación de todos ellos al Congreso. Nos ahorraríamos muchos gastos superfluos en administraciones que no quieren formar parte del país, o que van contra la democracia. Los pensionistas podrían vivir con lo que han cotizado, y no habría disputas partidistas: todo el mundo sabría quién ha ganado las elecciones. El perro más grande.

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