Acabamos de entrar en una era en la que lo que menos importa es lo que pasa alrededor, con la gente que conocemos, o en las ciudades y los países que nos rodean. No importa porque siempre tendremos la duda de si creerlo. El niño que coloca el cuerpo de una trabajadora del sexo a su compañera de pupitre y lo cuelga en la red, la nación que influye en las elecciones de otra que tiene a cinco mil kilómetros de distancia, las noticias falsas que aparecen en periódicos digitales y las subidas y bajadas de las cryptomonedas tienen siempre un origen al que tendremos que ir acostumbrándonos: un origen desconocido. Surge la era de los hackers, a veces pagados por gobiernos, una era en la que la verdad y la mentira dejarán de existir, porque será imposible separarlas. Todo lo que llegue hasta nosotros lo habrá inventado un algoritmo desde un lugar al que jamás llegaremos y, si llegamos, tampoco lo reconoceremos. Nace el hombre para el que no existirá nada real, y cuando digo real me refiero a un mero punto de referencia, algo en lo que confiar. Se acabó la confianza, pero también la duda. Como métodos de pensamiento, como lugares desde los que mirar la realidad serán inútiles, porque tampoco existirá la realidad.
¿Pero cómo se construyen estos llamados algoritmos? ¿Qué funciones desempeñan? ¿Qué pretenden? Los algoritmos son esquemas de una programación que, en su mayor parte, han acumulado información a través del lenguaje. El aprendizaje de la Inteligencia Artificial se está haciendo a través del lenguaje, por eso es un aprendizaje tan humano. Quien haya hecho un par de análisis sintácticos de oraciones compuestas sabe que, según sus funciones, sólo existen 26 formas de pensar, 26 resultados de cualquier pensamiento que iniciemos, a través del lenguaje, para expresar lo que queremos. Esos 26 modos son, además, formas de persuasión que podemos utilizar para convencer a quien nos oye. Esa es la función de cualquier algoritmo: convencer, igual que la de la publicidad, o la del lenguaje político, o la de la oratoria. Todo algoritmo es funcional y formal. Ese funcionamiento está invalidando la verdad y la mentira, que es de lo que se trata: cualquier algoritmo se vuelve incontestable si aquello de lo que habla, junto con el juicio que emite, no pueden comprobarse. Los algoritmos nos están quitando la capacidad de saber si lo que leemos u oímos es verdad o mentira.
Vamos a experimentar, en los próximos años, una enorme inflación de volatilidad. Las máquinas ganarán dinero, cambiarán los resultados de las elecciones y crearán noticias falsas para conseguir lo anterior y mucho más. No existirán noticias, precisamente porque serán noticias inverificables. Y esto no es más que el principio. El hombre se encamina al final de la civilización, ya que todos estos “logros” los pagará el que una vez fue. Siempre se sacrifica a alguien: personas o clases sociales, o conceptos. Cada vez habrá más diferencia entre ricos y pobres, lo nuevo de todo esto consistirá en que ni siquiera llegará a saberse. También el hombre empezará a pensar algorítmicamente, y eso lo llevará -lo estamos comprobando ya- a una brutal pérdida de emociones. Nos condenarán a mirarlo todo desde lejos, no con escepticismo, sino con una frialdad insuperable. Nos acercamos al Brave new world de Huxley. Llevamos ya años haciéndolo, sin darnos cuenta de que nada de esto puede ser considerado progreso. Curiosamente, sabemos que estamos equivocándonos, pero no es posible poner freno. El progreso es como el tiempo: no puede retroceder, siempre va hacia adelante. Y si alguna vez inventamos una máquina que nos lleve al porvenir, es decir, que haga presente lo que estamos construyendo como futuro, ahí hallaremos a los Eloi y a los Morlocks. Unos se comen a otros, igual que ahora, en el presente, aunque sea firmando hipotecas.
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