Sin duda, existe un influjo de las vueltas que el mundo da cada día, cada mes y cada año sobre lo que Nietzsche llamó el eterno retorno. No podemos escapar de esa confabulación mítica que hace que los tiempos vuelvan a lo que alguna vez fueron. El hombre es un animal reiterativo, por eso la política, la religión, los deseos y los errores se repiten siempre. Digo esto porque últimamente ha surgido, en mitad de la conquista de libertades que caracteriza a las sociedades avanzadas, un viejo concepto: el del poder absoluto. Vuelve a surgir de las democracias que nos rodean, con la máscara pertinentemente ajustada al rostro. He dicho muchas veces que la democracia es el sistema político en que la mentira llega al poder con más rapidez, de modo que las dictaduras modernas, es decir, las democráticas, se asientan sobre una maquinaria de información que crea valores falsos y explota, sobre todo, el hartazgo de la gente. En los últimos años, los gobiernos más poderosos del mundo, el de EE. UU., el de Rusia y el de Israel, se acercan, sin ningún tipo de filtros, al poder absoluto. El poder absoluto se ejerce siempre sobre quienes no pueden defenderse. Y, si pudieran, como es el caso de Europa, su propia legitimidad democrática, su fidelidad al derecho se lo impedirían.
EE.UU. y Rusia están ejerciendo ese poder absoluto sobre Europa y Ucrania, ambos utilizando a la OTAN, e Israel sobre Palestina, con el apoyo de EE.UU. Tanto es así que Trump ha iniciado conversaciones con otra dictadura, la rusa, para decidir el destino de Ucrania. EE. UU. no es formalmente una dictadura, pero el poder absoluto que ha conseguido Trump, y que lo ha llevado más cerca de Putin que de la Unión Europea, hace que el mundo empiece a verlo como a un autócrata con el pecho entorchado de condecoraciones. Me parecen lícitas algunas de las medidas que ha tomado: obligar a la Unión Europea a un mayor gasto en defensa, o la deportación de muchos inmigrantes ilegales. Esta última es desproporcionada, pero puedo comprenderla. Se trata de la ambición de los blancos del Medio Oeste, cortados por el viejo puritanismo, que lo han sentado en el Despacho Oval. Además, lo han llevado, con toda voluntad y todo merecimiento, al poder absoluto gracias también al voto de los inmigrantes ya legalizados, que quieren que de nuevo un muro impida que otros como ellos merezcan el paraíso. El producto de todo esto ha sido el poder absoluto, que es un poder que convierte la voluntad en dictados, pero también convierte en dictados la soberbia y la incapacidad para pensar como un estadista.
Volvemos, por tanto, a aquel poder que tenía Alejandro, o Augusto, o Kubla Khan, o Hitler, o Stalin. Los nuevos déspotas han nacido de las debilidades de la democracia, y ejercen su poder contra la democracia. En cualquier caso, nadie puede hacer nada, no existe control. No se puede invalidar ese poder arrebatado al pueblo con un simple sufragio y, si se pudiese, la sagrada ley no lo permitiría. El teatro es el mundo, así que ahora serán los EE. UU. quiénes actúen en Gaza, o en Ucrania, igual que actuaron en Vietnam, y los ucranianos tendrán que resistir entre ruinas y cadáveres, como en las guerras contra terminators. Algo está pasando en occidente. Algo ha hecho mal la política, y lo ha hecho contra el hombre, que es el que comienza a hacerse preguntas en la época que empezamos a vivir, como si esas preguntas fueran ya inmolaciones. Ha bastado la elección de Trump para que Europa tenga que preguntarse si, como en la religión de Swedenborg, ha elegido como compañeros de viaje a los buenos o a los malos.
Deja un comentario