Vivir sin trivialidades

Hace unos días saltó la noticia de que vive en Francia una mujer de 33 años que no usa smartphone. Nunca lo ha usado. Impensable, ¿no? No produce escándalo, sino estupor. No solamente vive sin él, sino que no lo necesita, y no es que haya renunciado a las comodidades de una comunicación instantánea, sino que ha tenido que aceptar vivir al margen de la presión que la sociedad impone a cualquier individuo que no entra en la corriente de lo que todo el mundo hace. Sus amigos, al parecer, lo aceptan, porque de pronto han tomado una clara conciencia de que lo que se coloca en las redes sociales, lo que se dice por Whatsapp nunca es importante. El 99% de lo que comunicamos diariamente, sobre todo si es a través de mecanismos establecidos para comunicarse, son trivialidades. Antes no ocurría, ahora sí. Esa es la gran ergástula en que nos mantiene el diseño social que algunos han planteado desde que comenzó la modernidad: la continua atención a lo que no sirve para nada, a lo que no va a incidir en nuestra felicidad ni va a cumplir lo que deseamos. Tal es la gran conspiración que nos hace ser así, que nos embarca en todas las naves que diariamente van hacia la estupidez. Una de ellas, la comodidad que nos brinda la tecnología. Porque no es sólo comodidad.

            Éléna ha renunciado a ella. Dice que la rapidez con que podemos comunicarnos es en realidad un camino perifrástico, un camino que da un rodeo incomprensible a la hora de decir lo que pensamos, lo que verdaderamente sentimos. Pronto, quienes piensen así, igual que esta francesa, formarán una comunidad parecida a los amish, es decir, un conjunto de gente rara y retrógrada, mientras que el resto, que sí acepta esa hipertrofia hiperactiva que consiste en vivir por encima de las pulsaciones que puede mantener nuestro corazón, conformará un canon que vivirá sin dejar un solo rastro, porque no tiene tiempo: el canon del hombre normal. Esta mujer francesa puede vivir sin pasarse el día poniendo emojis y avatares en su teléfono móvil, como si esas figuritas pudiesen expresar algo de lo que ella tiene dentro. Habría que inventar un emoji para ilustrar el mensaje siguiente: Déjame en paz, imbécil. Un emoji definitivo y terminante, nada líquido, nada binario, sin dobles sentidos, que expresase el rechazo al tedio que nos producen las trivialidades que nos envían todos los días. En una conversación normal no suele ocurrir. Cuando se habla cara a cara parece que podemos descartar la trivialidad. Cuando se escribe en una plataforma, no sentimos que seamos nosotros los que hablamos. Habla la plataforma.

            La estupidez tecnológica hace que vivamos otra vida. No es lo mismo que cuando leemos. La lectura es una estupidez diferente: la del loco que se cree Napoleón, mucho más creativa, más propia. Cuando leemos somos capaces de compartir lo que otros han vivido. Cuando nos dejamos llevar por los mensajes que todo el mundo arroja a las redes parece que quien habla por nosotros es el lugar común, la convención, lo único que la gente, al parecer, está dispuesta a comprender. Las redes sociales son como los círculos del infierno de Dante: los mentirosos no tienen boca, los cuerdos están metidos en camisas de fuerza, y a los hombres buenos les han puesto máscaras de Joker. Esta francesa que no tiene móvil ha renunciado a la trivialidad y a la comodidad. También a representar lo que no es. Nos hallamos en el único momento histórico, del que yo tenga noticias, en que hemos tenido que dar un paso atrás frente al progreso. Francia prohíbe el móvil en las escuelas antes de los 15 años. El progreso ya no es lo que era desde que se inventó la rueda.

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