La matanza recientemente ocurrida en una escuela de adultos de Suecia, por obra de un hombre de 35 años que la policía cree entre los muertos, es decir, un asesino que ha cometido el crimen y se ha aplicado la pena, y del que no se sabe nada, y menos las causas que lo han llevado a cometer tal atrocidad, ha supuesto la muerte de 10 personas, estudiantes y profesores. ¿Pero por qué una escuela? ¿Porque es el nudo de caminos más importante de la vida? ¿Porque las escuelas son los únicos lugares donde todo está claro? No nos extrañaría en los EE.UU., pero en Suecia, el país más civilizado del mundo, también el más igualitario, donde es la primera vez que ocurre, resulta inesperado y hasta extravagante. Sin embargo, hay un rasgo que es común a todos estos asesinos: nunca antes habían sido asesinos. Se trata de personas normales, a veces intachables, que cogen el fusil, igual que Johnny, y salen a la calle a deshacerse de sus contemporáneos. Después, la policía ignora cómo explicarlo. El terrorismo es socorrido, igual que la locura: ambos aportan una causa comprensible, aunque inaceptable, justificada en uno y más justificada aún en la otra. Las únicas razones que funcionan, en el extraño mundo que hemos montado, son las que pueden salir en televisión, en los noticiarios y en los programas donde cualquiera opina, como si la gente que ve la televisión pudiese llegar al fondo de lo que les ocurre a los demás y a ellos mismos.
Una vez que sabemos que el asesino de esas 10 personas era alguien con quien nunca se ha contado, suponemos que era un hombre aislado, que seguramente se pasaba el día en internet, en las redes sociales, en ese universo donde la gente aislada, sola y sin recursos emocionales finge ser la que más amigos tiene, aunque no conozca en realidad a ninguno de esos amigos. Es el segundo rasgo que, por regla general, define a tales asesinos: hombres solipsistas, hombres recluidos en un aislamiento a la carta, el único mundo donde se sienten cómodos, el único que han podido conseguir. En el país con más derechos, Suecia, mucha gente no tiene acceso a la felicidad. Entonces, por primera vez, uno repite lo que ha visto en el país donde los pobres son los perdedores: toma el revólver y hace algo que nunca habría hecho si hubiese podido hablar un momento con alguien. ¿Es esto lo que somos? ¿Lo hubiera hecho de haber estado el día antes, sólo una hora, leyendo a Ibsen? Lo dudo. Vivimos en aislamientos a la carta, cada uno el que elige, pequeños exilios de los que no estamos preparados para salir y nadie puede sacarnos, como no sea el hombre o la mujer que amamos. Pero hasta el amor va perdiendo sentido, porque suele estar sometido a lo que María Zambrano llamaba “el mefistofélico silencio”.
Vivimos en el silencio, y el silencio nos lleva al crimen. Casi nada de lo que se dice ahora es sincero, ni nos libera. Casi nada es honesto. No sabemos ser nosotros mismos. No encontramos un sentido para los años que vivimos. La amistad dura la fragilidad de un momento, y el amor impone una profundidad que sentimos como eso, como un paraíso inalcanzable. A muchos, como al suicida de Örebro, en el país que mejor educa del mundo, no les han enseñado a salir a la calle para hacer algo que los llene. El resto de los europeos nos sentimos sorprendidos y consternados, pero seguimos sin llegar a las auténticas razones por las que ha ocurrido esa matanza. Nunca cometeríamos ese tipo de actos, al menos eso pensamos, aunque estamos en su misma situación. Hemos elegido nuestro aislamiento, y lo cuidamos como un latifundista que dice a su descendencia: “Hijo, algún día toda esta nada será tuya”.
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