El país de las tonterías

En España circula la habladuría de que si no te gustan las frivolidades, lo que no muestra nada, aquello de lo que se podría prescindir si no fuera uno un desocupado o si no llegase a casa hastiado del trabajo y necesitase desconectar, tendrías que dedicarte a ver los documentales de La 2. La televisión es un buen escaparate de hasta qué punto no se quiere formar al personal. Eso ya se hace en los bingos. La televisión podría ser un instrumento para plantear temas interesantes, debates, documentales, cine crítico y divulgación de juicios y opiniones sobre los grandes problemas mundiales. Existen muchos canales: el cine suele estar representado por diez películas que se repiten a perpetuidad todos los días, porque se supone que son las que el público quiere ver. En una dimensión distinta de todas estas está Matrix, por ejemplo. La ha visto todo el mundo. La considero una película clarividente, pero no tengo noticias de que haya originado un debate, una reflexión sobre el mundo en que vivimos. Los juicios los encerramos bajo siete llaves, se quedan de puertas adentro, como las mujeres de Barbazul. ¿Ocurre esto porque no hay foros donde expresarlos, o porque empezamos a considerar que lo que pensamos no nos aporta nada, ni a nosotros ni a los demás?

            Los medios de comunicación, los foros a los que accedemos, están dirigidos por gente que piensa que al público no le interesa lo importante. Con la educación, que dirigen los mismos, ocurre algo parecido: se pretende acabar con la memoria y la repetición de contenidos, y remplazarla por un tipo de pensamiento que hay que adquirir, si no se ha nacido con él, con estrategias que ya se han vuelto habituales en la empresa. Estrategias que requieren ser más propenso al sometimiento que a la curiosidad. En otras palabras: el único propósito que los superintendentes pretenden es que las pistas que podrían servir para formar sólo sirvan para entretener. El ocio es más democrático, porque todos pueden participar en él. La formación requiere que dispongamos de un excedente de conocimientos que igual podrían servirnos para enjuiciar la política, o la economía, o el fin del mundo. Y eso no es de recibo.

            La tribuna que más fácilmente sirve de referencia es la televisión. Entiendo que las televisiones privadas exploten el vacío en que la mayoría de nuestros contemporáneos se mueve, pero la pública, que ni siquiera obtiene beneficios por publicidad, presenta una programación que es de lo más semejante a un electroshock de baja intensidad. Recuerdo lo que supuso, hace años, la emisión de La Clave, de Balbín, o La cabina, de Mercero, o Estudio 1, donde veíamos cómo se cuestionaba el sistema judicial en representaciones como Doce hombres sin piedad, la versión norteamericana y la española. Mis alumnos de hace dos años se sentían sobrepasados por el final de La cabina. Necesitaban hablar de ello. Ahora, a los Copérnicos que tenemos dirigiendo las televisiones les da por Master Chef, por La isla de las tentaciones y por programas para aprender a coser. Es apabullante, y desalentador, que la filosofía no nos dé un minuto de tregua para relajarnos.

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