El nuevo Tamagotchi

Nos hallamos, como si tuviera importancia, en la cresta de una ola que han denominado IA. Todo el mundo sabe que la IA es la inteligencia artificial, igual que se supo, en su tiempo, que la inquisición iba a quemar a Giordano Bruno e, igual que ahora, nadie hizo nada. ¿Seremos capaces de fabricar una máquina que haga lo mismo que el cerebro? Y, si lo fuéramos, ¿deberíamos hacerlo? Lo que caracteriza actualmente a las posibilidades, inmersos como estamos en una revolución científica, es que han de llevarse a cabo. El hombre nunca ha podido negarse a ello. Se construyó la bomba atómica sólo porque podía construirse. Se metió a la psicología y a la tecnología en la escuela sólo porque podía hacerse. Ahora llevaremos la IA a sus máximas consecuencias, durante los próximos diez años, hasta que nos demos cuenta de que hemos pagado por ella un precio demasiado alto, igual que con todo lo demás. ¿Qué es realmente la IA? Un corta y pega descomunal. Un proceso con apariencia de pensamiento que se nutre de una información que no deja nada fuera, sobre el que no se ejerce ningún control y que contiene desde la teoría de la relatividad a la pornografía que consumen los pederastas: cantidades ingentes de información útil e inútil, que supuestamente es idéntica a lo que hay en nuestros cerebros. Sin embargo, la IA no la ha inventado el Dr. Jekyll, sino Mr. Hyde. Decía Stevenson que Hyde no representa la maldad del hombre, sino su parte animal, la que sólo quiere comer y fornicar, la que se echa a dormir si le piden que haga algo útil, o que cumpla con sus obligaciones.

            Hasta el momento, la IA sólo ha producido movimientos empresariales. Eso ya nos dice mucho. Los chinos han creado un tamagotchi llamado DeepSeek, que es barato y hace lo mismo que el americano ChatGPT. ¿Y qué son capaces de hacer DeepSeek y CharGPT? Pueden ponerle el cuerpo de Giselle Bundchen a nuestra compañera de pupitre, que tiene 12 años, o pueden escribirnos una tesis doctoral sin que los examinadores se den cuenta. O pueden abrirnos las puertas de nuestra soledad, y hacer que escapemos de ella. Por ejemplo, Xiaoice, el muñequito que ha creado Microsoft en China, permite que hablemos con alguien que no existe, que le consultemos nuestros problemas y le pidamos que nos salve de lo que los demás nos hacen. Madame Bovary utilizó el arsénico, pero ahora recurrimos a una amiguita que nos dice lo que han escrito en un algoritmo y con lo que, de pronto, hemos de consolarnos. Es evidente que estamos convirtiéndonos en otro tipo de personas, si dejamos que la IA suplante nuestro pensamiento. Una de las cosas que promete es revolucionar el trabajo creativo. Supongo que esto supone que ya no tendremos que aportar nuestra visión al mundo. ¿Por qué tener una personalidad, si podemos prescindir de ella? ¿Dónde irá a parar la obra de arte? ¿Dónde están los gilipollas que la necesitan?

            Sin embargo, lo aceptamos todo alegremente. Está de moda. Nadie se resiste a una buena campaña publicitaria. ¿Es dinero lo único que hay detrás? ¿Es tiempo lo que ganaremos, hasta que el ocio nos mate de hiperactividad? ¿Es la huida del trabajo maquinal lo que nos ofrece? ¿Es que nos escriban, para divertirnos, un soneto que tenga como tema el cambio de la tapa del váter? ¿Más memes? ¿Es un método para realizar inversiones, hasta que la especulación se paralice, pues ya no existirá el riesgo y, por tanto, las ganancias? Aquellas utopías que hablaban de la eliminación total del trabajo puede que se conviertan en distopías, cuando lleguemos a ese momento en que no tener que enfrentarnos a conflictos nos libre de tener que pensar. En cualquier caso, preparémonos para el lado oscuro de la IA: control, control y más control.

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