Se cumplen 80 años de la liberación, por parte del ejército soviético, del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, a 70 kilómetros al oeste de Cracovia. Lo que el mundo encontró allí, tras la liberación, dejó una impresión que no ha sido borrada de la conciencia colectiva, e hizo palidecer los desastres de la guerra. De hecho, aún nos preguntamos si es escándalo o estupor lo que nos sigue produciendo contemplar aquella eliminación de la conciencia de ser humanos que, antes de la guerra, también pertenecía a los alemanes. Ellos mismos renunciaron a ella, a ser parte de la humanidad, simplemente porque se les ordenó, por la disciplina impuesta por una simple formación política: la del partido nazi. Es clásico ya citar la actitud del Obersturmbannführer Rudolf Höss, tomando el fusil con mira telescópica del rincón de su despacho y abatiendo a judíos en el patio del campo que dirigía, sin salir del éxtasis que estaba produciéndole la audición del Ebarme dich, Mein Gott, el aria de La pasión según San Mateo, de Bach. En Auschwitz asistimos por primera vez a la muerte automatizada, pautada como la cadena de montaje que inventó Henry Ford para fabricar coches. Sin embargo, quizá lo que más escándalo nos produce es el empleo que Goebbels hizo de la mentira, desde su Ministerio de Propaganda. Arbeit macht frei (“El trabajo os hará libres”), la consigna que coronaba las puertas de Auschwitz, es la mayor traición que se haya escrito jamás, porque esa consigna aún contenía esperanza para los que bajaban del tren.
Hemos asumido las atrocidades de los alemanes en la II Guerra Mundial. “¿De qué escribir, después de Auschwitz?”, se preguntó Primo Levi, superviviente del campo y sabedor de que la literatura, cuyo tema es el hombre, no podría decir nada sobre él, ni intentar comprenderlo, porque comprender es aceptar, y aceptar resultaba imposible. La mayor alienación, la más grande negación o enajenación de lo humano se produjo allí. No somos iguales a partir de entonces. Nos resulta imposible colocar Auschwitz en un apartado de nuestra mente, por la sencilla razón de que hemos estado repitiendo Auschwitz a lo largo de la historia. Ese es el problema. Anteriormente, las hambrunas de Stalin en los años 1932-33; el holocausto japonés sobre China en el siglo XIX y, más tarde, durante la II Guerra Mundial; la invasión de Afganistán por la Unión Soviética, la hambruna de la guerra civil de Nigeria, la eliminación de los pueblos autóctonos de América del Norte, por parte de los EE.UU., y después las matanzas en Vietnam. Más tarde las atrocidades producidas por el régimen de los Jemeres Rojos en Campuchea. Y antes, lo perpetrado por el rey Leopoldo II de Bélgica en El Congo, o por el imperio turco a los kurdos. Actualmente, Israel en Gaza. El holocausto hitleriano sólo es el genocidio más conocido, entre otros muchos causados por voluntad de países e imperios. Limpieza étnica, deportaciones, prógromos religiosos llevados a cabo sobre gente indefensa e inocente. En eso consiste un genocidio. Siempre ha habido grupos cuya eliminación no sólo no ha producido cargos de conciencia, sino que nos ha definido como lo que somos.
De todo ello, en un mundo cuyos países civilizados han tendido -extrañamente-a la democracia, ha quedado la mentira. La de Goebbels. La mentira lo forja casi todo. Volvemos a adoptar actitudes y estrategias, incluso en democracia, maquiavélicas. La política, la religión, la educación, las noticias -que ahora confecciona la IA- son casi todas falsas. Todas esconden hilos que no vemos. La historia actual es la que se hacía en el 1984 de Orwell, o en el Nosotros, de Zamiatin. Se usa la negación como estrategia política, como modo de poder. Las evidencias han dejado de existir. Son menos importantes las cosas que el cristal con que se miran, por eso ver un telediario se ha vuelto casi insultante, o al menos degradante. Hoy rememoramos la liberación de Auschwitz, pero buena parte de la política actual sigue haciéndose sin dejar de lado los principios que lo construyeron. Pero esa es otra historia.
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