Si hay algo que salva actualmente a la poesía es que no ha aportado un solo best seller en los últimos treinta años. La poesía se ha puesto al margen del adocenamiento, de la repetición. Puede que este milagro sea sólo una consecuencia del robo de quietud, de serenidad, del que somos víctimas. Sea lo que fuere, no se trata de nada que tengamos que celebrar. Actualmente conviven varias generaciones de mujeres que intentan volver a insuflar vida a ese quehacer intransferible que llamamos poesía, a esa “luz inestable que siempre empuja hacia las intemperies”. Quizá porque se trata de una constante mirada hacia adentro, cada vez ha ido perdiendo más lectores. El acto de escribir poesía tampoco lleva implícita su justificación y, por tanto, no suele culminar ningún éxito. Lo único determinante que podemos sacar de esta contemporización fundamental -quizá la poesía no sea otra cosa- es que el público ya no contempla, en un mundo donde todo se vende, nada intransferible, y menos nada literario. La poesía conserva todavía una profundidad a la que ya no se llega. De hecho, ya no se llega a casi nada. Pero lo cierto es que la lírica no admite la depreciación que sí admite la novela, más coloquial, más superficial y vana. Todos escriben novelas. La prosa puede quitarse sus condecoraciones transcendentales, la poesía no. Ahora sólo se ve poesía en los libros de texto. Y sólo la ven, por obligación, los adolescentes. Se hacen comentarios banales y se enciclopediza lo que los poetas han escrito.
¿Por qué ocurre todo esto? Nos comportamos como turistas. Turistas en nuestra propia vida, que ha pasado a ser parque temático. Vemos luces en las calles, nos divertimos, vamos a restaurantes, gastamos en espectáculos musicales, hacemos una infinidad de fotos, las mandamos a Facebook, mostramos lo felices que somos, aunque no lo seamos, votamos para mantener en pie la sombra de un compromiso, compramos móviles para nuestros hijos y agredimos a sus profesores si el niño se deprime. Mientras todo esto ocurre, ¿tenemos tiempo para leer poesía? ¿Cuándo podríamos entregarnos a algo que nos pertenezca sólo a nosotros? Estamos perdiendo ese territorio, o ese hábito. Nos hemos vuelto refractarios a lo exclusivo. Queremos compartir, ser iguales todos, no aislarnos, y hay que aislarse si pretendemos acceder a lo que se nos dice sólo a nosotros. Es lo que hace la poesía. Nuestra ocupada vida de turistas, proyectada a lo exterior, a los escándalos que provoca el dinero, a las nimiedades que hacen los demás, nos impide la más mínima posibilidad de sentir. O enterarnos de lo que otros sienten.
De modo que la poesía se ha convertido en un cadáver, seguramente de los que aparecen en una novela negra. La poesía sin público que ahora se escribe es un grito en el yermo. Esta poesía inaugura una sinceridad que habíamos perdido, y para la que tampoco estamos preparados. El ruido de fondo lo distorsiona todo. La sensibilidad para la poesía, para escribirla y para leerla, ha de inventarse todos los días, renovarse, porque nadie lee la poesía suficiente para apoyarse en la tradición, y nadie escribe usando los cánones necesarios para crear voces nuevas. Acabo de leer un buen corpus de la obra de Jean Cocteau. Que hayamos olvidado a autores como Cocteau, igual que a tantos otros, sólo puede significar que el crepúsculo que antes entraba en las casas, “con los pies envueltos en algodón”, ha dejado de existir. Será porque los vídeos de TikTok, que siempre se filman a mediodía, nos han despojado de los presentimientos.
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