Podredumbre mental

En relación a la Generación Alfa, la de los nacidos entre 2010 y 2024, es decir, la de los nativos plenamente digitales, ha surgido el concepto de podredumbre mental (Brain rot, expresión puesta de moda por la Universidad de Oxford para calificar los daños que inflige el uso excesivo de medios digitales, que puede afectar a la salud cognitiva). Esto se sabía desde hace años, casi desde el momento en que el político iluminado impuso a la red como herramienta educativa argumentando que no se le podían poner puertas al campo. Afectó también a la Generación Z (zoomers, los nacidos entre mediados de la década de 1990 y finales de la de 2000). Muy pronto, los profesores de Enseñanzas Medias nos dimos cuenta de que internet no iba a servir de herramienta de nada, que lo único que perseguía era cambiar al individuo y la forma de pensar que se había tenido hasta ese momento. Ahora también sabemos que el gran efecto de internet ha sido, sobre todo, la ciclópea banalización que sufre lo que antes había sido considerado como cultura. Esa banalización persiguió desde el principio el fin de esta última, de la cultura tal como la conocíamos. La cultura necesita demasiada preparación para ser vendida. Es mejor vender mierda, aunque para ello haya que fabricar un mundo de escarabajos peloteros.

            Por tanto, internet produce podredumbre mental, incapacidad para entender lo que más o menos es profundo. Ahora, por fin, los sistemas educativos de muchos países europeos intentan controlar el acceso de los escolares a los contenidos en línea. En realidad, lo que pretenden es devolver al escolar su tiempo, su quietud, necesarios para conservar una posición en la que pueda tener una idea de sí mismo, y no ser una mera pieza de un engranaje.  Es nuestro gran problema educativo. La escuela se está convirtiendo en la última resistencia contra todo lo que viene de las corporaciones que banalizan, amparadas por la política y la pedagogía a sueldo que las sirve. ¿Existen soluciones para reparar este daño? Por supuesto, existen, pero son soluciones difícilmente aplicables. La única forma de hacerlas factibles es que aquellos padres que les regalan a sus hijos el teléfono a los tres años, para que se entretengan con aberraciones como la del Pollito Pío Pío, cambien de actitud y los aíslen. El aislamiento, la soledad, la quietud, la profundidad son los verdaderos lujos que casi nadie puede permitirse. Sólo los hijos de Bill Gates.

            La solución que propone la pedagogía se conocía hace mucho tiempo: la lectura profunda, se entiende que de libros que también lo sean. Si lo que persigue la banalización ecuménica a la que nos enfrentamos es acabar con la profundidad, la única forma de conservarla es volver a lo que teníamos. ¿Pero podemos? ¿Sabemos hacerlo? Al menos puede intentarse: volvamos a llevar a los programas educativos los clásicos del siglo XX, convirtámoslos en referentes. Volvamos al canon. Volvamos a las grandes narraciones. El sagrado concepto que hay que reconquistar es el del aburrimiento. Volvamos a aprender a aburrirnos. Necesitamos un estante de buenos libros en casa, y la televisión apagada. Necesitamos que no sólo los imbéciles creen plataformas en internet, sino que la red sirva como verdadera herramienta de comunicación. Necesitamos todo esto, entonces volveremos a ser personas con un mundo propio.

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