Después del Código de Hammurabi, que aplicó la Ley del talión y daba a acusado y acusador el derecho de aportar pruebas, la justicia inició un largo camino hacia la corrupción o, cuando se la ha querido salvar de corromperse, hacia la entelequia. El problema de la justicia siempre ha sido el ser humano, que por su naturaleza sólo puede concebirla como un sueño inalcanzable. Esa podría ser la primera conclusión a la que estamos llegando en el presente. Hemos evolucionado hacia lo peor de nosotros mismos, porque lo mejor es incapaz de escapar del ámbito personal. Es decir, sólo podemos ser justos en nuestra pequeña cárcel, con los que tenemos más cerca: nuestros conocidos, nuestros hijos, siempre que los gobiernos no intervengan en cómo tenemos que educar. Los padres son considerados criminales cuando dan un cachete al niño para reconvenirlo, no cuando renuncian a educarlo y le regalan un teléfono móvil a los tres años.
Así que ha surgido en España, pero también en algunos de los países más poderosos del mundo -a veces maniatados por una democracia sólo aparente- un sistema judicial al que claramente la política le impide funcionar. En España nunca se había visto a los propios juristas opinar de forma tan contraria sobre cómo han de interpretarse y aplicarse las leyes. Nunca magistrados y legisladores han mostrado opiniones tan encontradas. ¿De verdad lo blanco puede ser negro, y lo negro blanco? Sé que es un planteamiento inocente, pero nunca la justicia ha estado tan politizada, y nunca tantos políticos -y tan inútilmente- han estado acusados en tantos tribunales. Seguramente merecen sentarse en el banquillo, pero también que se los juzgue, que es algo que no suele ocurrir. Si los políticos en este país han conseguido privilegios, el más importante ha sido no tener que oír jamás una sentencia contra ellos, dictada por un juez. En los Estados Unidos, que ya no son el ejemplo de casi nada lícito, la democracia ha impedido que un presidente vaya a prisión por “un esfuerzo criminal sin precedentes” para variar el resultado de los comicios en los que perdió. Ganar, ahora, ha supuesto su salvación, es decir, escapar de la condenación del cielo y de la vergüenza en la tierra.
Chitón. La justicia tendrá que seguir siendo un sueño, una aspiración. Sigamos viviendo como Segismundo, rodeados de sueños: la ley, la democracia, la igualdad, los derechos, la capacidad de decidir cómo ha de ser nuestra vida… Todos son como Netflix: hay que pagarlos, hay que luchar y morir por ellos. Todos se consiguen, si se consiguen, al final de grandes o pequeñas guerras en las que uno siempre pierde parte de lo que es. La muerte, la renuncia y la decepción, sin embargo, nunca se quedan en la categoría de sueños. Esas son realidades que nos acompañan, hasta cuando queremos tener una casa donde vivir. Lo he dicho multitud de veces: o construimos una democracia distinta, basada en la dignidad, o no nos quedará más que seguir viviendo un sueño, una apariencia. Porque ya lo dijo Bob Dylan: la dignidad nunca aparece en las fotografías.
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