Vivimos la hora estelar de lo que no existe, de las apariencias, la única época en que cualquier mentira se pone un traje de marca y consigue una licenciatura que cuelga en la pared de un lujoso despacho. El sensacionalismo ya lo inventó William Randolph Hearst, y Goebbels le sacó partido sabiendo que era el instrumento más útil ante multitudes que cada vez piensan menos, como las occidentales. Ninguno de los dos tenía las facilidades con que ahora cuenta la mentira. Si no, el Tercer Reich hubiera durado mil años sin invadir un solo país. Ahora todas las mentiras son sensacionalistas, y muchos viven de ellas, porque la mentira que da dinero es lo más rentable a que políticos e ideólogos pueden dedicarse. Así se hacen ahora todas las políticas, de izquierda y de derecha, moderadas y radicales: son apariencias amasadas, como un ánfora, en el torno del que salen en dirección al horno, que es la televisión. Políticas de pantalla, políticas que son legítimas sólo como interpretación teatral de cara al público, y que en el fondo montan la lucha por el poder de siempre.
Resulta curioso que ya no se hable de programas. Los programas no interesan. Somos insensibles a ellos. Ninguno se aplica. Ya no nos engañan las cabezas parlantes que los recitan, rebobinando una y otra vez. Todas utilizan lo que la gente quiere oír, a sabiendas de que sólo es una traición. Nos hemos vueltos políticamente agnósticos. Los programas políticos nos resultan ininteligibles, y los económicos distribuyen el dinero sin tener en cuenta a aquellos entre los que se recauda. Ahora resulta que España tiene una macroeconomía impecable, pero cada vez menos gente que llega con su sueldo a fin de mes. Es lo que hace la política: presentar resultados en las mesas equivocadas. Supongo que la macroeconomía consiste en recaudar dinero entre los que no tienen para dárselo a los que tienen. Los datos son siempre favorables, pero sólo a los que miran el horizonte usando como activo la penuria de los demás.
Lo he dicho alguna vez: cuando quiero enterarme de qué ocurre en la política española, releo la Ilíada. Es el libro más claro que se ha escrito sobre el poder. Hay un ensayo clarividente de Caroline Alexander: La guerra que mató a Aquiles (La verdadera historia de la Ilíada), publicado por Acantilado en 2015, y casi inencontrable, donde se estudia la verdadera naturaleza del poder. Cuando el poder era autárquico, como en la antigüedad, y los dirigentes estaban muy por debajo de aquellos que tenían que servirlos, surgían las grandes preguntas sobre la legitimidad de la guerra, sobre las diferencias entre las necesidades de los poderosos y los derechos individuales de los que debían dejar sus vidas y embarcarse en sus disputas. Agamenón contra Aquiles. ¿Pero qué pasa ahora en la democracia? ¿Es el pueblo que elige a los gobernantes el culpable de que tomen decisiones que sólo favorezcan a la plutocracia? La deslegitimación del modo en que el poder democrático emana del voto mayoritario, para después volverse contra él, es algo que deberían contemplar las constituciones existentes. No hablo de gobernantes concretos, ni de políticas concretas. Hablo de que quizá habría que desalojar del poder, por imperativo, a partidos que no cumplen aquello que constituye los programas con los que ganan los comicios. Por poner un ejemplo.
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