Sonrisas y lágrimas

La navidad ya no es una fiesta religiosa. En este país dudo que lo haya sido alguna vez, porque aquí la religiosidad es obligatoria y, por tanto, se ha convertido en algo que no se piensa, ni se asume. Basta con que se exhiban sus cultos vacíos. La navidad ha pasado a ser una fiesta comercial, como el black friday, o el día de los enamorados, o del padre o la madre. La celebramos para gastar dinero, o quizá nos libramos así de ella. Se trata de una especie de festividad en la que los que participan tienen demasiadas cosas en común como para dejarla de lado. Es lo colectivo lo que amasa ese cúmulo de elementos compartidos, muchos alegres, pero también tristes, porque esa celebración contiene un lastre de tristeza sin el cual tampoco seríamos conscientes de que, dentro de las multitudes de cada familia, de cada generación y cada cultura, tendemos a sentirnos solos.
Es muy posible que esa soledad, o esa tristeza provenga de la especial percepción que se tiene en estas fechas del paso del tiempo. La navidad, con su agotamiento y su alegría, o con ambos a la vez, es sobre todo reincidente, reiterativa. Eso hace que se convierta en un momento en el que inevitablemente echamos la vista atrás y vemos la línea de nuestra vida. Se trata de una especie de cosecha, por eso es anual. El tiempo es triste, yo diría que lo más triste, porque supone un continuo e inevitable recuento. Recontar, aunque sean momentos de felicidad, produce abatimiento. A veces, la navidad pasa y echamos de menos ese instante en el apeadero, antes de tomar el siguiente tren, en el que hemos podido recordar las canciones que siempre hemos escuchado, los besos que hemos o nos han dado y los recuerdos que, en esa continua repetición, retornan con todas las figuras que ya han desaparecido y, de pronto, repiten sus estribillos.
Además, aparece ese tiempo que está para perderlo, que no podemos utilizar más que para darlo a los demás, querámoslo o no. Los mismos programas de televisión, las comidas, las citas, el oleaje que va y viene como si un año no fuera más que un trozo de nuestra vida sobre el que no podemos actuar, que no podemos cambiar, ya que forma parte de un repertorio colectivo cuyas notas cantamos en los mismos lugares y momentos. Más lecturas, más libros propios y ajenos, más recuerdos, más emociones sin reflexión para fijarlas: son los grandes y pequeños placeres, sólo nuestros, que no podremos legar. Forman parte del recorrido que, en estas fechas, nos separa de los demás, y nos hace echarlos de menos, aunque los tengamos a la distancia de un brindis.

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