El debate de control al Gobierno, que se celebró el miércoles, ha dejado el mismo rastro que todos los debates anteriores: ninguno. El español ya no considera un debate lo que ocurrió en el Congreso, con todos los elegidos, que parecen eméritos, en sus escaños. Sigue sin verse una relación entre lo que allí se habla y lo que ocurre en la calle. Los diputados son ya incapaces de superar la misma discusión bizantina. La gente sigue con los garajes inundados en Valencia, sigue sin comida suministrada por el Gobierno, cualquier gobierno, y ellos hablando del sexo de los ángeles, y de quién tiene la culpa de que llueva. Las respuestas que dio la ministra Robles cuando la increparon porque no hacía lo suficiente con la situación en que estaban las cosas denota hasta qué punto un político nunca se siente aludido. Quizá se trata de eso: de aprender a dejar que todo pase frente a uno. La democracia ha pagado las sillas de la procesión y nuestros políticos se sientan en ellas, aguardando a que todos los demás se equivoquen.
Los que siguieron el llamado debate fueron los mismos que acuden a las peleas clandestinas de perros, o de gallos. En la calle, lo que se oye cuando uno pregunta por el debate es que todos son iguales, todos los políticos, todos los partidos. Todos mienten, todos evitan sus responsabilidades, nadie dimite, nadie oye a los que se quejan. Y, sin embargo, hubo algo en lo que todos sí fueron iguales, pues el Congreso de los Diputados es lo más endogámico que existe: todos lucharon por convencer a gente que no conocen de que quien se sienta en la Presidencia del Congreso, o en el sillón de Presidente del Gobierno merecen sentarse allí, o no. El drama no ocurría en Valencia, sino dentro del Congreso, en aquel teatro de guiñol donde los personajes de la obra forman el público, y el público son los personajes de la obra.
Las sesiones de control no se celebran para controlar, ni enfrentan a gente que manda frente a gente que no soporta que otros manden. Se celebran de cara a una galería que sufre, los valencianos, y a una galería que cada vez se siente más relegada: el resto de los españoles. Los partidos territoriales, que forman ya parte de una totalidad sobrevalorada que piensa de otra manera, a otro nivel, con otra soberbia, apenas representan ya a sus territorios. No. Representan a sus partidos. Todo está politizado en España. Hasta las desgracias se politizan. Y sabemos que jamás existirá un acuerdo si ninguno de los que lo firmen va a recibir su beneficio, un beneficio robado a otros. El Congreso es un galimatías, las razones no sirven, porque nadie las oye, así que en lugar de celebrar un debate de control sería mejor celebrar un pase de modelos, una exhibición de guapas y guapos, que es lo que da más juego en televisión. Eso sí, que no hablen, para no cagarla, como las rubias de las discotecas.
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