En este mundo existen dos juventudes diferentes, ambas excluyentes, por supuesto: la primera es la juventud que marca la propia vida humana, una juventud que nos quieren vender como interminable, y acaba más o menos cuando uno se muere, incluso después. El ejemplo de esta juventud lo constituye el viejo que parece una pila recargable. Suele ir a renovar su energía a los países donde la inmortalidad puede comprarse con dinero. La otra juventud es la de los medios, la del espectáculo, llena de luces, a la que no le importan los mensajes profundos o con sentido, y en la que la gente muere a los treinta o treinta y cinco años, como ha declarado la actriz Pilar López de Ayala. Esta juventud me recuerda a una maravillosa distopía de los años 70, La fuga de Logan, una película de Michael Anderson en la que hombres y mujeres tenían derecho a todos los placeres de la vida hasta los 30, momento en que era preciso que murieran para conservar una sociedad cerrada y con escasos medios para sobrevivir. También ahora mucha gente con talento adquiere a esa edad una existencia que se parece a la supervivencia, porque va llenándose de matices y complejidad, es decir, elementos inaceptables por la estupidez de la que estamos rodeados.
He abjurado de todo lo que me propone el simplismo mediático: opiniones, estereotipos que pasan por obras de arte, modas que sólo propone, y sostiene, el dinero; comportamientos repetidos hasta el hastío, mensajes con los que no comulgaría ni un televidente medio, que ya es decir, y valores que no valen nada, por eso marcan las tendencias de todo el mundo. En realidad, hay que huir de eso para mantenerse joven. La verdadera juventud consiste en esa huida, porque la falsa, esa que exhibe a hombres y mujeres en un nuevo tráfico de esclavos que no es reconocido ni perseguido, sólo muestra dos valores al alza: la ignorancia y la inexperiencia. Dos caras de una moneda con la que sólo podemos comprar olvido.
Acabo de describir lo que Marx llamó una superestructura, uno de esos elementos abstractos -un modo de conciencia social, incluso una moral- que están ahí para apuntalar el sistema económico. La religión, el éxito, las leyes, la familia, las convenciones, los prejuicios son superestructuras, porque crean las condiciones pertinentes para que sigamos siendo consumistas y mantengamos el mismo reparto de riqueza que ahora existe. Estas son algunas razones por las que la juventud ha pasado de ser un estado vital a un modelo que se consume y se tira a la basura. Ahora, la juventud no deja rastros. No obstante, tengo esperanza en que volvamos a necesitar la solidaridad, el sentido del bien común, las relaciones verdaderas, esa justicia que nunca aparece en los tribunales. En otras palabras: las grandes narraciones, las cosas importantes. Está claro que soy un optimista: todo puede cambiar a mejor. Más aún: soy un optimista empedernido. Me basta con que algo cambie, en cualquier sentido.
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