Hemos copiado casi todo lo que no merece la pena de los americanos, empezando por la Guerra Civil, si bien con un resultado bastante dispar: allí ganaron los capitalistas, aquí los negreros. Así que, después de la tontería de Halloween, copiamos el triunfo capitalista con este llamado Black Friday, que más o menos consiste en que nos dejemos engañar por las tiendas el último viernes de noviembre, aunque ya nos engañan todos los días del resto del año. La única diferencia es que esta vez lo sabemos. En China se llama el Día del Soltero, quizá para resaltar que ese estado civil produce tantas desviaciones como los demás estados. Se trata de comprar desaforadamente, comprar como si fuese un estado de gracia. Lo que lleva a comprar, aunque parezca contradictorio, es ahorrar dinero, gracias a las rebajas. Comprar no sólo nos libera, sino que nos hace más ricos, aumenta nuestros medios económicos ante un ataque preventivo de Putin, por poner un ejemplo absolutamente ficticio de situación a la que habría que sobreponerse.
El problema del Black Friday es que sólo ahorras mucho si gastas mucho. La regla de tres es así, de modo que el pensamiento general supone que lo mejor es dejar para tal viernes, sin duda marcado por la fatalidad, las compras que nunca haríamos estando en nuestros cabales. Desde las mismas diez de la mañana, las grandes superficies, incluidos el desierto y el Pacífico, se llenan de gente empuñando tarjetas de crédito como si fueran timones del Titanic. Se palpa un espíritu de salvación, una fe indocumentada en que todo podrá postergarse, pese a que comprar no nos va librar de ser lo que somos. El horizonte se amplía y se acerca, reflejado en las cristaleras de MediaMarkt. El suelo sagrado comienza en el pórtico de El Corte Inglés, y nuevas lejanías, nuevos paraísos sin puntos cardinales nos susurran desde las piscifactorías de Movistar, donde los teléfonos de última generación chapotean en el agua.
El patrono del Black Friday es Donald Trump, y su mascota Tío Gilito Tesla. Son los más ricos, porque piensan que todos podemos gastar como ellos. Las cajas fuertes de tío Gilito y las campañas electorales de Trump tienen algo en común: nunca se sabe lo que contienen. Tocados por la santidad que infunden los billetes de dólar, ambos lo han comprado todo: lo que tienen y lo que son. En el mundo en que vivimos, no hay aspiración más alta que esa. Además, el Black Friday es un día que invita a la redención, porque el dinero, en el fondo, administra el perdón, igual que el bautismo. Hasta a mí mismo, siendo un austero que sólo gasta dinero en libros, un estoico que sólo lee a Séneca y Marco Aurelio, me atrae derrochar en el Black Friday. Llevo un año ahorrando para cuando llegue. Ese día saldré ufano a la calle y compraré lo único que puede adquirirse, sin renunciar a los principios, en un Black Friday: una buena barra de pan. Quizá dos, si me dejo llevar por la intensidad del momento.
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