Los precursores de los modernos estudios de mercado fueron Max Weber y Émile Durkheim. Ambos vieron que todo mercado, y por tanto toda sociología, tienen raíces religiosas. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Weber, y también en Las formas elementales de la vida religiosa, de Durkheim, se descubre que comprar y vender, comerciar, traficar, estafar, desear y gastar repiten parte de la simbología religiosa, y también parte de su ceremonial. Desde que se adora a dios se han hecho estudios de mercado. Ahora es lo único que se hace. Los publicistas, los sociólogos, los estudiosos de tendencias y los hierofantes del big data desarrollan los estudios de mercado como si celebrasen una confesión colectiva, multitudinaria, una puesta en común total, incondicional y apocalíptica de los pecados. En Wall Street hay un juicio final cada vez que el parqué cierra, y en las líneas del mercado continuo, donde aparecen las cotizaciones, ya sólo se muestran las notas de la Lacrimosa, de Mozart.
Era de esperar. El mercado es la única disciplina que aún contiene lados oscuros, igual que la fuerza. Todo es mercado: la literatura, la historia, la política, la filosofía, la humanística en general. Cualquier estudio es un estudio de mercado, cualquier sabiduría bajo sospecha, cualquier piedra filosofal contiene una clave que el mercado oculta, igual que el cosmos oculta los agujeros negros. Al sentido de la vida sólo se llega a través del mercado y, de hecho, nuestra sensibilidad se parece cada vez más a un libro de balances. El estudio de mercado es algo que está más allá de la economía. La economía es sólo una forma de referenciar lo que no se conoce. Y lo que no se conoce es el mercado. Cualquier intento de comprenderlo es una aproximación, a menudo zafia. La dedicación a ese enigma imperecedero es un sacerdocio que nos muestra, igual que el imperativo escrito en el pronaos del oráculo de Delfos, que el hombre es finito y el saber infinito.
Así pues, lo que nos propone el mercado es que nos conozcamos a nosotros mismos. No obstante, tal imperativo produce sobre todo adicciones y vicios, igual que la religión. Deseamos y gastamos porque no hemos interpretado, y nunca lo haremos, el sentido que tiene la alegoría de la facilidad con que manejamos la tarjeta de crédito: adquirir es un proceso de elevación y de profundización, igual que el de la mística. La vida no es más que un asunto mediante el cual acumulamos riqueza, como la acumularía Sísifo. Supongo que antes de morir, algo nos mostrará que el capitalismo es una necrópolis en el que sólo los adinerados compran vida, un poco más de vida, siempre un poco más, mientras los demás admiramos sus mausoleos que flotan, con nombres en la popa, y el Aston Martin aparcado junto a la pasarela.
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