El desastre del Levante español ha mostrado, como todos los desastres, lo peor y lo mejor del ser humano. Es cierto lo que Arendt dijo de la banalidad del mal, cuando asistió al juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén. El mal es una invención de gente desocupada, de aquellos cuya cabeza no puede albergar nada más importante. Lo prueban las decenas de arrestos que la policía ha hecho de saqueadores que, mientras sus conciudadanos morían, se dedicaban a robar objetos suntuarios en las tiendas arrasadas. Frente a eso, mucha gente ha arriesgado su propia vida para salvar otras. Ha habido una red de solidaridad que, en principio, antes de ponerse en marcha la máquina del Estado, incluso del ofrecimiento de otros estados que también están colaborando, como el de nuestros hermanos portugueses, y el de Francia, han repartido las primeras botellas de agua y las primeras latas de comida. Todavía hay muchos muertos que no han aparecido, pero el espíritu mayoritario de la gente que sigue en pie es el de ayudar a los demás.
Se han producido donaciones de dinero que han saltado las bardas de las clases sociales, y los cuerpos de seguridad, y el ejército, la UME, han constituido un frente que provoca orgullo. Obedecen órdenes, es su obligación, pero más allá de eso existe un elemento moral y humano que se pone en marcha al margen del sufrimiento. No todo el mundo está preparado para enfrentarse a lo que van a encontrar. En las sociedades actuales nadie está emocionalmente dispuesto a contemplar el primer plano de una desgracia como la de Valencia; sin embargo, son tareas que se hacen porque alguien tiene que hacerlas. Todo está llegando tarde, pero existen elementos insoslayables que provocan que los que quieren ayudar aguarden al otro lado de la puerta, hasta que esta se abra.
Además de la aparición de la muerte, hay una ausencia que no parece trágica, pero lo es, y nos damos cuenta de ello cuando vemos a tanta gente detenida en la carretera: la ausencia de la rutina que ha impuesto el capitalismo, el comercio, el hormigueo de las entradas y salidas de las ciudades. Ahora, esos camiones se hallan parados y habitados por sus conductores, que pierden dinero con cada minuto de quietud. Es el súbito silencio de miles de coches amontonados, la paralización de todo movimiento, lo que muestra que somos una sociedad hiperactiva. Los alcaldes de algunas poblaciones tuvieron que salir, ante el anuncio de una segunda alarma roja por temporal, para ordenar a la gente que no celebrara la fiesta de Halloween. Una tragedia lo paraliza todo, incluso Halloween. Por fortuna, ha quedado en pie la solidaridad humana, a la que sólo le ha sido dado aparecer cuando se la necesita.
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