Resulta conmovedor que Hannah Arendt diga, al comienzo de su reflexión política sobre la libertad (Entre el pasado y el futuro. Península, 1996), que preguntarse qué es ésta -la libertad- parece una empresa sin esperanzas. La libertad es el mayor enigma de la época posmoderna. ¿Por qué? Sólo porque se ha convertido en un concepto político. Cuando era algo que tenía que ver con la religión, con el libre albedrío, la libertad parecía más alcanzable y tenía un único enemigo: los tribunales inquisitoriales. Carlo Ginzburg expuso el proceso al que la inquisición sometió a un molinero del siglo XVI, Menocchio, por pensar que todo provenía de un caos primordial del que habían surgido el mundo, dios y los ángeles, igual que surgen los gusanos de la fermentación del queso. Creo que nunca llegaremos, en esta época que nos ha tocado, a una libertad como aquella, que llevó a Menocchio a la hoguera. Pagó con la vida pensar como le dio la gana. Ahora ni siquiera podemos vislumbrar esa libertad. No podemos reflexionar sin ataduras, como Menocchio, y cuando recurrimos a algún sucedáneo de la libertad, lo único que nos cuesta es dinero. Ahora no es alcanzable, sino asequible. Si la libertad puede comprarse, entonces sólo es otra esclavitud disfrazada de bienestar.
La libertad, ahora, sólo puede ser política: el resultado de una verdadera pugna entre individuo y sociedad. El individuo no importa, ni siquiera en democracia. Lo único que importan son las multitudes. La democracia se pone muchas máscaras, una de ellas es la de pertenecer al hombre libre. Sin embargo, vivimos la democracia más sometida desde que se inventó en Grecia, por la razón sencilla de que la libertad se ha vuelto, a medida que ha pasado el tiempo, una idea que casi roza la alienación. Sólo es una palabra. La democracia la utiliza para atarnos de pies y manos. ¿Dónde está la libertad del votante en las guerras políticas, completamente falaces, de la España actual? Resulta decepcionante una Constitución que garantiza la existencia de naciones, pero niega el derecho a la vivienda, o a servicios públicos que sean realmente públicos. Con las inundaciones de Valencia ocurrirá lo mismo que con el terremoto de Lorca: la conveniencia económica del resto del país negará la reconstrucción de lo que cada persona haya perdido. ¿Muchos pierden, para que uno gane? Eso nunca ocurrirá, porque tal compensación supone el detrimento de la economía de demasiados.
No estamos preparados para imaginar la libertad, y menos para asumirla. Igual que la felicidad, tenemos que hallarla sin arriesgarnos a luchar por ella. No es una conquista, sino un azar el que debe traérnosla. Lo otro sería demasiado sacrificado. Luchamos por alcanzarla durante los veinte primeros años de esta democracia, pero esa lucha sólo constituyó una lucha de clases. Librarnos del franquismo fue más librarnos de la oligarquía franquista que de Franco. He ahí el problema político. La conquista de la libertad, ahora, sería más librarnos de la oligarquía de quienes se lo llevan todo, que una conquista de nuestra capacidad de pensar como queramos, igual que Menocchio. En otras palabras, son la igualdad y la fraternidad quienes nos niegan la libertad.
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