El filósofo surcoreano Byung-Chul Han expuso certeramente que nos hallamos en una sociedad paliativa: nos hemos negado a sentir dolor. Todo lo que nos rodea huye de él, aunque sea creando espejismos. Estoy de acuerdo, contra los estoicos, en que el dolor no tiene sentido. El dolor no enseña nada, no nos hace mejores, ni nos proporciona una enseñanza que sirva para la vida. El dolor es un lastre que ralentiza o impide nuestro crecimiento. Ahora bien, la persona, y la sociedad, lo soslayan por dos motivos que nada tienen que ver con el sufrimiento. El primero es que el dolor nos hace diferentes, en una comunidad que tiende, según Han, “al infierno de lo igual”. Quien siente dolor es distinto, deja de ser feliz, positivo, igual. El segundo motivo consiste en que quien siente dolor está solo: ha de vivir de otra forma su vida. Ha de vivir en las profundidades y, quizá, desear la muerte, que es el vocablo que nadie pronuncia.
Para cada cual el dolor tiene un carácter disímil. No existen dos dolores iguales, ni dos muertes iguales. Viviendo, vamos hacia ese momento en que seremos absolutamente diferentes de los demás, el de morir, y eso socialmente es insoportable. Pensarlo nos lleva de nuevo a las profundidades, a un lugar en el que estamos solos, contra el que la modernidad nos ha estado advirtiendo desde que nos vació, allá por mediados de los años 90. La modernidad nos obliga a ser transparentes, o digitalmente transparentes, nos impide poseer algo propio, algo que nos saque del grupo. Nos vacía, como he dicho. El vacío es la única igualdad que pueden imponernos. La mentalidad social, basada en lo que difunden los medios de comunicación, y los propios sistemas educativos, moldea ese vacío del cual va a costarnos tanto salir, si salimos.
Poco a poco nos despojan de nuestra soledad, o la resignamos nosotros mismos. Dijo Nietzsche que había que medir al hombre por la cantidad de tiempo que podía estar solo. En eso consiste huir del dolor: en la pérdida de nuestros valores individuales. Lo inexplicable es que esa huida la realiza quien no está expuesto a él, al dolor. La realiza preventivamente, por temor no al dolor, sino a la diferencia. Hubo en los años 60 una moda que se basó en lo contrario, en ser diferente, en dar a los demás, por medio de obras literarias, de canciones, de actitudes, lo que sólo era capaz de imaginar uno mismo. Entonces llegó la crisis del petróleo. Igual ocurrió a principio de los 80. Entonces llegaron Reagan y Thatcher. La mordaza siempre va por delante. A partir del 2000, el pensamiento único ha abolido toda actitud contra la complejidad, contra la profundidad. Eso nos lleva a ver las mismas diez películas en todos los cines y plataformas del mundo, y a leer los mismos diez libros para imbéciles, con sus premios y sus menciones incontestables. ¿No habría que hacer algo? Quizá volver a las profundidades, donde es posible que nos aguarde el capitán Nemo.
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