Acabo de releer un libro que puso muchas preguntas sobre la mesa hace años: ¿Qué va a ser de la literatura?, de Lothar Baier (Debate, 1996). Se trata de uno de esos libros que ya no se escriben, porque la literatura ya no tiene el propósito de revelar nada, ni dirigir ningún cambio. Quizá nunca lo haya tenido, pero el caso es que Baier repasa las conclusiones a las que llegó Sartre en ¿Qué es la literatura?, su ensayo de 1947, al comienzo de la Guerra Fría, que planteó el problema del compromiso del escritor con el hombre que resultó de la II Guerra Mundial. Las conclusiones de Sartre, y de Baier, apuntan ya el problema que ha convertido a la literatura actual en algo vacío, manufacturado, sometido a la industria cultural. El autor no ha desaparecido, pero ya no sabe para quién escribe. El mercado, que supuestamente ha multiplicado los lectores, en realidad lo que ha hecho ha sido dividirlos. Ya no hay ningún público, sólo lectores aislados. De hecho, el lector no existe, únicamente gente que lee. La sociedad, hundida en el lodo de la inmediatez, ya no es la destinataria de nada, y menos de literatura. Dice Sartre: “El mundo puede arreglárselas muy bien sin literatura, pero aún puede arreglárselas mejor sin seres humanos”.
De alguna forma, vemos la relación entre ambos juicios del paralelismo. Son lo mismo. Este mundo ya no necesita a los seres humanos. Si desapareciéramos, seguiría funcionando. Somos sombras de un mercado continuo, dirigido por algoritmos: el de la producción, que ya no existe, y el del consumidor, que es otro maniquí que acepta lo que le dan, pues los únicos que reciben beneficios son el capitalista y el intermediario. Ese es el mercado actual, en el cual la literatura no es más que otro elemento de consumo: los autores han desaparecido -han renunciado a su voz, a lo que realmente querrían decir-, y no existen lectores, pues también han renunciado a su capacidad crítica, a descubrir los mensajes de cualquier texto. Solo existen los intermediarios, las editoriales, que auscultan el corazón del público, para hallar los gustos que han creado e impuesto ellas previamente.
El autor vive en un mundo muy atractivo, pero que sólo le aporta temas. Es heredero de formas que vienen de una literatura anterior, ya incomprensible, las únicas que puede emplear. El hombre actual es un inadaptado a lo que lee y un afásico cuando pretende decir algo. Creo que asistimos a los primeros momentos de un tiempo en que no hay nada que comunicar. La comunicación resulta inútil. La palabra escrita ha perdido su significación. Si alguien la escribe y la publica, lo único medible son las cifras de venta. Leo porque quien escribe sale en la tele, o porque estoy atento a las modas. Si me sumerjo en la literatura clásica, me convierto en un lector de novela histórica, porque el mundo al que hace referencia ya no existe. Poco a poco, la literatura se vuelve un anacronismo sin esperanza. Pronto no habrá diferencias entre leer y jugar al parchís, que es de lo que se trata. Menos mal que quedan las series televisivas, temporada tras temporada. ¿Terminaremos de verlas antes de morirnos?
Hay mucha lucidez en tu pesimismo.
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No sé si el hecho de que cada vez los jóvenes leen menos obras literarias y más «sagas» puede tener alguna relación.
Para escribir hay que leer, ya lo sabemos.
Y, de vez en cuando aparece un joven que ha leído a Unamuno, a Lorca, a García Márquez. Y vuelves a creer en la Literatura. La otra tarde conocí a uno de estos jóvenes, David Uclés.
Dentro del desasosiego y del pesimismo, también brilla la luz.
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Celebro que haya jóvenes que sigan leyendo a los grandes autores. Menciono lo de las series, no sagas, porque existe algo repetitivo en ellas. Lo que Jakobson llamaba el discurso repetido. Son narraciones que se rinden a una estructura prefigurada, y en ella se instalan. El cine comercal es donde aparece con más claridad esta evidencia: en los últimos 20 años no ha ofrecido un sólo argumento que se aleje de la venganza, por poner un ejemplo. Gracias por participar. Un fuerte abrazo
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